Nueva York.- Veintinueve años después de que la australiana Evonne Goolagong desviara provisionalmente la atención de su hija Kelly, de tres años, para conquistar Wimbledon, el último de los siete 'major' que lustró su carrera, la belga Kim Clijsters compartió su felicidad con su hija Jada, de año y medio, sobre el cemento del Arthur Ashe Stadium tras apropiarse, a la primera de su vuelta, el Abierto de Estados Unidos.
La tenista belga Kim Clijsters le muestra a su hija Jada el trofeo tras conseguir el título del Abierto de Estados Unidos que se disputó en el National Tennis Center de Flushing Meadows, Nueva York.
Dos años atrás, instalada en la cima del circuito femenino, la raqueta de Bilzer tenía claras sus intenciones. Su vocación de ser madre. En mayo del 2007 se convirtió en una fijación. Una vez hastiada de los vaivenes y las exigencias de la competición.
Goolagong estuvo ausente del Centro Nacional de Tenis de Flushing Meadows. Tal vez porque Nueva York representa el escenario de un torneo maldito para ella. Cuatro finales. Cuatro derrotas. Un maleficio similar sobre el que pesó, hasta ahora, sobre Clijsters, que antes de colgar la raqueta padeció la frustración de su casi nulo tino con los Grand Slam. Sólo un éxito, precisamente en el abierto estadounidense, de cinco intentos.
El partido ante la danesa Caroline Wozniacki acabó con ese lastre. Contemplada por su hija Jada, en brazos de su cuidadora, desde una esquina de una de las entradas al recinto principal del Arthur Ashe Stadium, la belga de veinticinco años heredaba los honores de su antepasada, asentada ahora en Sydney, centrada en la enseñanza del tenis a niños y jóvenes.
Una ocupación que comparte con su marido, el ex tenista británico Roger Cawley, en su residencia de Sunrise Beach, en el estado de Queensland.
Desde ese otro lado del mundo, Goolagong, que supera sus problemas de salud al amparo de sus tres hijos, disfrutó de la secuela apropiada ahora por Clijsters en el Abierto de Estados Unidos.
En el All England Club, en 1980, la raqueta oceánica, con veintinueve años y tras superar a la estadounidense Chris Evert, prolongó la senda que sesenta y seis años antes inauguró en Wimbledon Dorothea Douglass Chambers, que también venció como madre.
Clijsters tuvo un camino tortuoso hasta llegar al último día. Pruebas considerables para comprobar la solvencia de su retorno. Alumbrada ocasionalmente por la sombra de su hija Jada, batió, entre otras, a las hermanas Venus y Serena Williams, aún dominadoras del circuito. Y superó en la final a una potencia en ciernes, Wozniacki.
"Me ha ayudado mucho el hecho de que estuviera la niña aquí. Ahora quiero volver a casa y recuperar la rutina de una familia normal. La niña se ha divertido mucho en Nueva York y eso es lo que queríamos, que la rutina de la competición no pudiera influir en ella. Se ha divertido y a mí me ha ayudado en mantenerme centrada en el tenis y quitarme de la locura y la vorágine del circuito", dijo la tenista de Bilzen.
Con la copa del éxito en la mano y, la mirada cómplice de su marido Bryan Lynch y su hija correteando por el cemento del Arthur Ashe Stadium, Clijsters no aludió a la competición. No profundizó sobre el retorno. No trató sobre el éxito. Ni de temporada. Ni de objetivos. Sólo de familia y de volver a casa.
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