Los integrantes de Tahina Can-Bancaja descubren la vida cotidiana de las islas del Titicaca

Puno (Perú).-  La expedición Tahina Can-Bancaja, organizada por la Universidad de Barcelona y Bancaja, han conocido la vida cotidiana en el lago Titicaca, donde algunos pobladores, los uros, viven sobre islas artificiales y otros, los taquileños, en una isla escarpada y sin electricidad en el centro del lago.

Durante veinticuatro horas, los expedicionarios han convivido con los habitantes de ambas comunidades. Primero, en la isla de los uros, a media hora de viaje desde la ciudad de Puno, y, después, en Taquile, a tres horas de distancia en lancha, en el centro del lago Titicaca, situado a 3.820 metros de altura y compartido entre Perú y Bolivia.

El lago es el eje de la vida en esta parte del Altiplano, con un total de 175 kilómetros de largo por cincuenta de ancho, una profundidad máxima de 274 metros, 8.500 kilómetros cuadrados y novecientos kilómetros cúbicos de agua.

Los uros son un pueblo que vive sobre las islas que sus propios habitantes, 1.800 en total, construyen sobre una base conformada a partir de las raíces de una planta llamada totora que crece en el mismo lago.

Sobre esas raíces colocan varias capas de esa misma planta que conforman una plataforma sólida que puede ser utiliza durante veinte o veinticinco años, momento en el que los habitantes de la isla, habitualmente entre cinco y diez familias, debe comenzar a construir otra antes de que la que ocupan se deteriore por completo.

A la hora de caminar sobre superficie, se nota que ésta no es sólida, ya que todo el suelo está conformado por un lecho de plantas secas de totora.

El acceso de sus habitantes a tierra firme es ocasional y en estas islas artificiales, en torno a cuarenta, hay servicio médico y escuela para los más pequeños.

El turismo ha contribuido a mantener la cultura de los uros, que han integrado entre sus fuentes de ingresos la muestra de su forma de vida. De no haber contado con la presencia de visitantes, el pueblo uro habría desaparecido, según uno de sus pobladores.

En el centro del lago, a setenta kilómetros de la frontera con Bolivia, se encuentra Taquile, una isla escarpada y con cierta altura, con cinco kilómetros de distancia de un extremo a otro.

Allí viven alrededor de 1.800 taquileños, que hablan quechua, a los que la energía eléctrica les llegó hace apenas una década a través de paneles solares con los que consiguen llegar a iluminar alguna estancia de sus viviendas, por lo que isla queda sumida en una profunda oscuridad a partir de las seis de la tarde.

Sólo las velas o la luna llena, que recibió a los integrantes de la expedición Tahina Can Bancaja en la noche de su visita, permiten caminar por los senderos que hacen de calles y manejarse en las habitaciones de los pequeños alojamientos que ofrecen los habitantes de la isla.

Los taquileños viven en un hábitat disperso a través de todo su territorio.

Su cultura, folclore, música y tejidos han sido mostrados a los visitantes, quienes también han conocido la historia del lugar y las características del gobierno local, cuyo primer mandatario, el gobernador, se elige anualmente y por un período de un solo año.

Todos los habitantes de la isla, siempre a mano alzada, eligen a su representante entre aquellos miembros de la comunidad que durante algún tiempo han mostrado interés por su mejora y crecimiento en aspectos culturales, formativos, educativos o sanitarios.

El turismo llegó a la isla hace treinta años en lanchas de vela que necesitaban entre dos y tres días para llegar desde Puno, lugar al que los habitantes de Taquile todavía acuden para comprar los productos que no generan la agricultura o la ganadería del lugar.

Cuando regresan, ahora en una embarcación a motor, les resta el duro trabajo de transportar el material, por largas y empinadas escaleras de piedra, a la parte alta de la isla, donde están la mayoría de las viviendas.