Otra noche mágica

Tres días después de Tom Waits llegó Bruce Springsteen. Sin apenas tiempo para reponerse de un tornado, Donosti se vio sacudida por un huracán. Tres horas, veintiocho canciones, diez músicos y 40.000 espectadores que, asombrados y entregados, asistieron a una nueva descarga de electricidad de la última gran leyenda del rock americano. Springsteen, desde su doctrina de la esencial pureza, intercaló sus clásicos ('Thunder Road', 'Born to Run', 'Badlands'…) con temas olvidados ('Bobby Jean', 'Tougher Than The Rest', 'Darlington County'…) y peticiones del público, tal y como viene siendo habitual en una gira con cierto aire a despedida.

Alfredo Aldai (EFE)

No hay duda, es el 'boss'.

"¡Gabon Donosti!". Pletórico a sus 58 años, un Springsteen vestido de negro, con el espíritu inflamado y la voz fluyendo a borbotones, repasó su evangelio de libertad, tolerancia, compromiso, amor, lealtad y esperanza. El rock entendido como redención. Le acompañaba un grupo legendario, la E Street Band, en la que sólo faltaba un Danny Federici (murió la pasada primavera) que, curiosamente, aún figura en las fotografías de carteles promocionales y entradas para el concierto.

El concierto tuvo un público entregado y un arranque espectacular, con las 11 primeras canciones formando un bloque hiper vitaminado: 'Tunnel Of Love', 'Radio Nowhere', 'No Surrender', 'Out In The Street', 'The Promised Land', 'Hungry Herat', 'Summertime Blues', 'Sandy y las impresionantes Growing Up', 'Atlantic City' y 'Prove It All Nigh'. Una primera hora grandiosa, pese a un sonido con problemas de saturación (200.000 vatios a tope). Problemas que aumentaron en la recta final de la noche, con los graves reinando y los agudos desparecidos. Sin duda el peor sonido de todos los conciertos de Springsteen que he escuchado.

Lo que no impidió que el público, de todos los pelajes y condiciones pero con tendencia a la madurez, disfrutara con la desbordante energía de 'Because The Night', 'Badlands' o unos bises que comenzaron de forma impecable: 'Thunder Road', 'Born To Run' y 'Bobby Jean'. Para sus seguidores más viejos y fieles quedaría en la memoria una memorable 'Incident On 57th Street'.

Springsteen demostró, una noche más, que es un monumento norteamericano. Como el gran cañón del Colorado, la fábrica de Harley-Davidson en Milwakee o la Ruta 66. Eso es Bruce Springsteen, el rocker más vigoroso, e intensamente personal, que han producido los Estados Unidos en los últimos 40 años. Así lo entendió el público de San Sebastián, y de media España, reunido en un estadio que terminó ofreciendo ruido, más que música. 'Dancing In The Dark', 'American Land' y 'Twist and Shout' cerraron una noche que, pese a un sonido en ocasiones absolutamente lamentable, resultó mágica.

El rock de Springsteen, capaz de sobreponerse a cualquier adversidad, está vivo. Lo que fue música para supervivientes, esos primeros discos repletos de héroes rotos y esqueletos de Cadillacs en llamas, aún es capaz de saciar, tres décadas después, el hambre de un estadio de fútbol abarrotado de gente. Springsteen tiene el valor de ser, en mitad de la vulgaridad y la monotonía del rock del siglo XXI, un purista. El corredor de fondo que lucha cada noche durante 180 minutos por convertir una caricatura, el rock para masas, en un espectáculo emocionalmente intenso y creíble.

Cada concierto de Springsteen es una confesión. La de un hombre que posee un don mágico: modificar el instante anímico de sus seguidores, no como grupo, sino como individuos. Springsteen bajó de su altar, acarició las manos de las primeras filas, escuchó sus peticiones y, esto es lo importante, pareció tocar para cada una de las 40.000 almas que, con toda seguridad, jamás olvidarán la tormenta de rock que descargó anoche sobre el estadio de Anoeta.