Parece vaca pero sabe a pescado. Conviene saberlo porque comer ballena es una experiencia que siempre llega cuando aterrizas en Noruega, como esta mañana de verano en el mercado callejero de Bergen, la segunda ciudad más grande del país, donde una vendedora rubia y vestida de blanco me ofrece un bocado de ballena cocida.
«Te va a encantar», dice la mujer, y me anticipa que bajo la típica textura jugosa de las carnes rojas, sentiré el inconfundible sabor fuerte de los grandes peces de agua salada.
Estamos frente al mar y hace calor. En el puerto flotan veleros deportivos relucientes y la cerveza fría circula en los bares con terraza, algunos tan antiguos que pudieron inspirar a vecinos como Edvard Grieg o Henrik Ibsen, quienes desde la música y la literatura hicieron famosa a esta ciudad. Justo ahí, entre recuerdos de la cultura artística y la tradición marinera ancestral, está la mujer con sonrisa amplia, delantal blanco y un trozo de ballena ahumada pinchado en un tenedor.
La ballena siempre fue parte de la dieta básica de los noruegos, y aunque ahora me explican que se consume cada vez menos, también es cierto que la venden con guarnición de patatas en cualquier restaurante. El precio no baja de los 40 euros si el plato se acompaña con cerveza o vino, y es normal ver a la gente pedirlo como entrante. Pero las asociaciones protectoras de especies en peligro de extinción deben haber hecho bien su trabajo, porque cuando el animal se detiene a un palmo de mi boca descubro con sorpresa que me cuesta decidir: comer o no comer.
En China, más de un amigo cenó perro. Otros se animan con insectos en México y hay gente a la que no le tiembla el pulso ante un bocado de reno o de oso polar, que en Laponia lo siguen ofreciendo como una excentricidad. Pero la sensación de repelús con la ballena es diferente.
A primera vista, en el mercado del pescado de Bergen uno encuentra de todo menos frutos del mar. Y por eso la propuesta de probar ballena me ha cogido por sorpresa. Veo gorros vikingos de plástico, almohadones estampados con renos sonrientes y peluches de ese simpático gnomo narigón que es protagonista en la mayoría de los cuentos infantiles nórdicos, y aquí llaman Troll. Son souvenirs fabricados en Rusia y ofrecidos por vendedores que también son extranjeros.
«Mientras no consumas alcohol ni tabaco, en Noruega se puede ahorrar», me dice Patricia Fernández, una argentina que para llevarse dinero a Buenos Aires vende falsa artesanía, y hace el esfuerzo de no comprar los productos con mayor carga impositiva: un paquete de cigarrillos aquí vale 15 euros y una cerveza no baja de los 8 en cualquier bar. Los consejos de supervivencia siempre vienen bien. Pero nadie me anticipa que tras los puestos de inocentes souvenirs, voy a toparme con esta vendedora de ballena comestible que me enfrenta a un dilema gastronómico-moral.
La cerveza en Noruega es carísima.
No es casual que el avistaje de ballenas vivas sea el tour más exitoso en el norte de Noruega. La gente se emociona al ver a estos animales de cerca: la ballena cuida de sus crías, es un mamífero curioso y su figura de animal bueno siempre va unida a historias fantásticas, como la de Pinocho y Geppetto. O el mismo Jonás, que también sobrevivió durante días en el vientre de una ballena. Las reminiscencias infantiles y bíblicas pesan tanto como el adoctrinamiento ecologista, y por eso el impacto es doble cuando uno encuentra a la ballena troceada y a la venta.
En los puestos de carne fresca, el kilo de ballena cuesta unos 20 euros y como producto congelado ronda los 15 euros en cualquier supermercado. Aquí la llaman Hval o Kval —según se hable con influencias danesas o suecas— y por eso la ballena Rorcual Aliblanco —la especie más común en esta zona— suele pasar desapercibida ante quienes no entendemos el idioma en los menús de los restaurantes. Pero esta mañana en el mercado de Bergen el ofrecimiento es explícito, y me encuentro en el aprieto de pronunciar un sonoro «sí» o «no», mientras la señora intenta seducirme con un suculento bocado de cetáceo.
Según la CBI (Comisión Ballenera Internacional) el comercio internacional de Ballenas está prohibido. Y aunque a países como Islandia, Noruega y Japón se les consiente el consumo interno para no interrumpir costumbres ancestrales, también se sabe que esta carne no es del todo saludable debido al alto nivel de toxinas que contiene su grasa. Pero no es una cuestión bromatológica lo que me detiene en el popular mercado de Bergen, sino ese rechazo visceral que la Antropología relaciona con los animales prohibidos o tabú: nadie en occidente aceptaría comer perro o gato mientras haya otros recursos. Con la ballena sucede lo mismo.
«La gente joven ya no come ballena», me dice con tono comprensivo mi amiga noruega Helen Siverstøl, cuando al fin le explico que no tuve suficiente valor para probarla. Sin embargo, después me confiesa que su familia come ballena frita. «La preparan con salsa de nata y cebolla, más una guarnición de patatas, zanahorias y brócoli», dice Helen. Y lo dice con una expresión tan llena de cálido afecto doméstico que hasta aceptaría con gusto sentarme en su mesa familiar. Porque a pesar de que Noruega es uno de los países con mejor nivel de vida del mundo —donde un sueldo básico no baja de los tres mil euros— y más civilizados e hipermodernos del planeta, lo mejor de los viajes sigue siendo esos cortocircuitos emocionales, que experimentamos ante el exotismo de las tradiciones profundas, Vikingas, en este caso.
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