Majestades.- Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas y amigos, señoras y señores.
Quisiera ante todo expresar mi agradecimiento a los miembros del jurado y a todas aquellas instituciones y personas que hacen posible, año tras año, el Premio de Literatura en lengua castellana Miguel de Cervantes. Me preceden, en lo más cercano de una larga lista de nombres ilustres, dos grandes poetas que admiro, Antonio Gamoneda y Juan Gelman, celebrados aquí en 2006 y 2007, y siento como si la poesía me tendiera la mano. Así que no podía esperar mejores valedores ni mejor acogida.
Porque la verdad es que yo nunca me vi donde ustedes me ven ahora. Los que me conocen saben que me da bastante apuro hablar en público. Créanme si les digo que el otro día, en Barcelona, antes de emprender viaje, tentado estuve de entrar en casa de don Antonio Moreno, que guarda la cabeza encantada y parlante desde los tiempos en que don Quijote y Sancho visitaron la ciudad, y traerme esa testa para que hablara hoy en mi lugar. A buen seguro que habría dicho palabras más sabias y de más provecho que las mías.
Sin embargo, la ilusión de recibir el premio que tan generosamente se me otorga se ha impuesto, venciendo las aprensiones. Sé lo que representa tan alta distinción y a lo que ella me obliga en el futuro. Aquí, ahora, se me ofrece también la oportunidad de exponer algunas consideraciones sobre mi persona y mi trabajo, pero antes quisiera, con su permiso, ampliar el capítulo de agradecimientos, evocando el recuerdo de algunos amigos que hace mucho tiempo, cincuenta años atrás, cuando empecé a publicar, me otorgaron su confianza y su apoyo. Algunas de estas personas están entre nosotros, otras se fueron ya. A todas ellas debo buena parte del alto honor que hoy se me concede. Son, en primer lugar, Paulina Crusat, desde su amada Sevilla y su generosa tutela, y desde Barcelona Carlos Barral y Víctor Seix, que en mil novecientos cincuenta y nueve me acogieron en su editorial, al frente de un irrepetible comité de lectura. Aquel comité estaba compuesto por Joan Petit, Jaime Gil de Biedma, Jaime Salinas, Gabriel y Juan Ferrater, Luis y José Agustín Goytisolo, José M" Valverde, Josep Mª. Castellet, Miquel Barceló, Rosa Regas y Salvador Clotas. Y no quiero olvidarme de los escritores amigos de Madrid, que por aquellos años nos visitaban a menudo, mis entrañables Juan García Hortelano, Ángel González y Pepe Caballero Bonald, y Gabriel Celaya y Juan Benet. Y de manera muy especial deseo mencionar a Carmen Balcells, mi agente literaria de toda la vida, de ésta y la de más allá, sobre todo desde el día que tomé prestada una ocurrencia de Groucho Marx y le dije: Querida Carmen, me has dado tantas alegrías, que tengo ordenado, para cuando me muera, que me incineren y te entreguen el diez por ciento de mis cenizas.
Antes de conocer a estas personas, que habrían de ser tan importantes en mi vida, yo no había tratado a nadie que tuviera que ver con la literatura, o con el mundillo literario. Prácticamente no había salido del taller de joyería de mi barrio, en el que entré como aprendiz a los 13 años, y me apresuro a decir que muy contento, pues la necesidad de llevar otro jornal a casa me liberó de un fastidioso colegio en el que no me enseñaron nada, salvo cantar el Cara al Sol y rezar el rosario todos los días. Y cuando publico los primeros relatos en la revista Ínsula y la primera novela en Seix Barral, sigo en ese taller. Por cierto que mis credenciales sociales y laborales, al darme a conocer en aquel estupendo grupo editorial, suscitaron ciertas expectativas, no estrictamente literarias, sino más bien ideológicas, asociadas a las premisas de un realismo social muy en auge por aquellos años. Fue algo presentido: nadie habló nunca de ello, pero flotaba en el aire la idea, la posibilidad de que el recién llegado a la trinchera noble de las letras aportara una narrativa de denuncia, un testimonio objetivo y de primera mano de los afanes y las virtudes intrínsecas de la clase obrera. Yo podía quizás haber sido, lo digo sin un ápice de sarcasmo, el "escritor obrero" que al parecer faltaba en el prestigioso catálogo de la editorial. Halagadora posibilidad que a su debido tiempo, la fábula de un joven charnego del Monte Carmelo, desarraigado y sin trabajo, soñador y sin medios de fortuna, pero también sin conciencia de clase, se encargaría de desbaratar.
Confieso que no me habría disgustado satisfacer aquellas expectativas, entregar la gran novela sobre la clase obrera de la Barcelona de la postguerra. Pero lo que yo entonces deseaba de verdad, era abandonar el trabajo manual y disponer de más tiempo libre para leer y escribir.
Aquellos años de paciente trabajo artesanal en el taller podrían haberme dejado unos hábitos que, me gusta pensarlo, persisten al componer un texto. Pero la cocina del escritor nunca me ha parecido un sitio muy cómodo para recibir visitas. No me siento a gusto manejando teorías acerca de la naturaleza o la finalidad de la ficción. Para la famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil famosas respuestas, que nunca, a la hora de ponerme a trabajar, me han servido de gran cosa. No me considero un intelectual, solamente un narrador. Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.
Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buna historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua, no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo. Ciertamente es un utillaje del que no puede uno presumir. Porque el oficio comporta, por supuesto, otras obligaciones y menesteres. Alguna vez he reflexionado sobre el asunto, pero no he llegado muy lejos; sobre la persistencia de la vocación, por ejemplo, en tiempos de silencio, o sobre el imperioso dictado de la memoria y sus laberintos.
Veamos si consigo explicarme.
En el origen de la vocación, allá por los años cuarenta del siglo pasado, habría en la imaginación del aprendiz de escritor un famoso esqueleto de leopardo sobre las nieves del Kilimanjaro, una imagen germina1 que evoca una senda recorrida, de la cual, sin embargo, no queda ningún rastro, ninguna huella. Sería algo parecido al recorrido del Minotauro en su laberinto. Nadie sabe si el monstruo podrá salir, si recuerda el trazado de su propia obra, los oscuros motivos que le indujeron a su construcción, y los meandros y detalles de su intríngulis. Nadie sabe si, en realidad, es prisionero de su obra. Sabemos, eso sí, que Teseo ha sido lo bastante ingenioso para tender un hilo que le permite rehacer el camino y salir. Pues bien, ese hilo, ese ingenioso ardid, no sería otra cosa que el relato literario, la forma inteligible que desvela la personal arquitectura monstruosa, al fondo de la cual se esconde el terrible constructor, con sus sueños y obsesiones, su verdad y sus quimeras. El escritor, en fin. Él es, a la vez, los despojos del remoto leopardo y el urdidor del trazado inextricable que lo encierra herméticamente en su propia obra. Frente a este misterio, o tal vez sería mejor decir frente a este galimatías, a tenor de la confusa exposición que temo haber hecho, siempre me reconfortó recordar algo que dejó dicho el gran poeta, y controvertido ciudadano, Ezra Pound: El esmero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor.
Lo suscribo, pero con la mayor cautela. Porque pienso que muchas cosas que se dicen o escriben, en el idioma que sea y por muy auténtico que éste se presuma, deberían a menudo merecer más atención y consideración que la misma lengua en la que se expresan. Actualmente los medios de comunicación son tan abrumadores y omnipresentes, se siente uno tan asediado las 24 horas del día por una información tan apremiante, insidiosa y reiterativa, que casi no hay tiempo para la reflexión. La televisión debería contribuir a reconocer y asumir la variedad lingüística del país, y es de suponer que en cierta medida lo hace, pero no parece que nadie se pare a pensar en los contenidos de esa televisión ni en su nefasta influencia cultural y educativa. A riesgo de equivocarme, soy del parecer que más de la mitad de lo que hoy entendemos por cultura popular proviene y se nutre de lo que no merece ser visto ni oído en la televisión. En la lengua que sea.
Como saben ustedes, soy un catalán que escribe en lengua castellana. Yo nunca vi en ello nada anormal. Y aunque creo que la inmensa mayoría comparte mi opinión, hay sin embargo quién piensa que se trata de una anomalía, un desacuerdo entre lo que soy y represento, y lo que debería haber sido y haber quizá representado. Dicho sea de paso, desacuerdos entre lo que soy y lo que podría haber sido en esta vida, como escritor y como simple individuo, tengo para dar y tomar, o, como decimos en Cataluña, per donar i per vendre. Mis apellidos, de no mediar el azar, podían haber sido diferentes, y mi vida también. Y puestos a elegir, la verdad es que yo hubiese preferido ser Ramón Llul o Miguel de Cervantes, por ejemplo, o Joseph Conrad, aquel marino polaco que, finalmente, escribió en inglés. En todo caso, con el nombre que tengo, con éste o con cualquier otro, nunca he querido representar a nadie más que a mí mismo.
Añadiré dos o tres cosas acerca de mi formación como ciudadano y como escritor. La dualidad cultural y lingüística de Cataluña, que tanto preocupa, y que en mi opinión nos enriquece a todos, yo la he vivido desde que tengo uso de razón, en la calle y en mi propia casa, con la familia y con los amigos, y la sigo viviendo. Puede que comporte efectivamente un equívoco, un cierto desgarro cultural, pero es una terca y persistente realidad. Y el realismo, además de una sensata manera de ver las cosas, es una corriente literaria muy nuestra, y que aún goza de un sólido prestigio, pese a los embates de la caprichosa modistería. En fin, no quiero instalarme en la identidad cultural para dar lecciones a nadie, y tampoco pretendo hacer aquí una defensa excesiva del realismo. Pero, como dijo Woody Allen en una de sus buenas películas, el realismo es el único lugar donde puedes adquirir un buen bistec. Quizá no estaría de más tenerlo en cuenta.
No voy a enumerar las anomalías que por imperativo histórico sufrió el aprendiz de escritor. Y la más determinante no fue aquella escuela inoperante y beatorra de la dictadura, la del lema Por el imperio hacia Dios, escuela donde ciertamente se prohibió leer y escribir catalán, y hasta hablarlo en horas de clase. No, no fue sólo por eso que un buen día me encontré manejando una lengua, y no la otra; fueron los tebeos y los cuentos que leíamos, las aventis que nos contábamos y las películas, las de amor y las de risa, y todo aquello que iba conformando nuestra educación sentimental, las poesías y el teatro de aficionados, las canciones de amor y las primeras novelas, ya no solo las de aventuras, de Julio Verne o Emilio Salgari, sino las de Baroja, Dickens, Balzac, o los cuentos de Maupassant y de Hemingway, o los versos de Gustavo Adolfo Bécquer y de Rubén Dario. Fue el vuelo solitario de la imaginación en los primeros tanteos de la escritura, cuando todavía el aprendiz de escritor no se propone reflejar la vida, porque la realidad no le interesa ni la entiende, y lo que hace es imitar y copiar a los autores que lee, es entonces cuando, de manera natural y espontánea, la lengua que se impone es la predominante, la de los sueños y las aventis, la lengua en la que uno ha mamado los mitos literarios y cinematográficos, la que ha dado alas a la imaginación.
Después, en plena adolescencia, don Quijote irrumpe en mi vida por mediación de un convecino, un gallego, vendedor ambulante de libros y enciclopedias, empeñado en colocarme un lote de novelas de Vicki Baum y Louis Bromfield, a pagar en cómodos plazos. Debo hacer constar que en casa de mis padres, en la postguerra, apenas había una docena de libros. Antes hubo muchos en lengua catalana, según mi madre, pero, después de una purga preventiva por razones de seguridad, sólo quedaron dos. La purga la efectuó mi padre, que había estado preso por rojo separatista y republicano. Uno de aquellos dos libros era de Apel-les Mestres, con hermosas ilustraciones de hadas y ondinas; el otro era un viejo volumen que recogía la historia del pueblo de mi madre, titulado: Notes Històriques de la Parroquia i Vila de l'Arboç, aplegades i comentades per Mossèn Gaietà Viaplana, rector de lArboç. Pasé con él muchas horas entretenido. Los demás libros habían sido sacrificados en una hoguera nocturna, en el jardín de una convecina, junto con un montón de revistas gráficas, agendas y carnets, fotografías, cartas y documentos diversos, cuya posesión, por aquellos días, debía resultar comprometedora. Acudieron otros vecinos, todos traían algo que pensaban debía ser quemado.
Era poco después de acabada la guerra, yo debía de tener siete años, pero recuerdo muy bien la fogata en medio del pequeño y sombrío jardín, los libros abriéndose al calor como flores rojas, las páginas desprendidas arrugándose y bailando sobre la cresta de las llamas, revoloteando un instante como grandes mariposas negras. Recuerdo la constelación de chispas y pavesas subiendo hacia la noche estrellada, la ceniza fugaz de las palabras y de las ilustraciones, sobre todo porque acabé pillando un gran berrinche al ver allí de pronto, devorado por el fuego, mi primer ejemplar de las hazañas del piloto Bill Barnes, el Aventurero del Aire, una novelita de quiosco de 60 céntimos, de la colección Hombres Audaces. Mi padre la había cogido por descuido junto con otros libros. Entre los que quedaron en la pequeña librería casera, salvados porque eran en lengua castellana, y que pude leer a su debido tiempo, recuerdo cuatro o cinco títulos: El libro de la selva, Genoveva de Brabante, Tarzán de los monos, Humillados y ofendidos y La historia de San Michele.
Cuando el Quijote entra en mi vida cumplo los 16, vivo en la barriada de la Salut, situada en lo alto de Gracia, cerca del parque Güell, y sigo en el taller. Años atrás había iniciado una intensa relación con la literatura de quiosco, y enseguida la amplié con autores que por aquel entonces, en los años cuarenta, gozaban de gran predicamento, como Somerset Maugham, Stefan Zweig, Knut Hamsun y otros. Y no tardé en descubrir a mis admirados Baroja y Galdós, a Dickens y a los grandes novelistas del XIX, que nunca me he cansado de leer.
Pero la primera lectura completa del Quijote fue, por supuesto, una experiencia especial. Si recuerdo bien, al tercer intento lo leí de cabo a rabo. Tardes enteras de domingo sentado en los bancos ondulados del parque Güell, en el otoño del 49, bajo un sol rojizo y en medio de un griterío de niños jugando en la plaza entre nubes de polvo. Una lectura germinal. Y siempre que he revisitado el libro, esa impresión germinal ha persistido. En el corazón del caballero chiflado que no distingue entre apariencia y realidad, anida, como es bien sabido, el germen y el fundamento de la ficción moderna en todas sus variantes. Por supuesto, el lector adolescente no se paró a pensar en eso. Ninguna teoría le distrajo entonces de unas aventuras tan descomunales y descacharrantes, sujetas a tantos desencantos y amarguras, pero hoy le gusta pensar que algo percibió de aquel prodigio fundacional, del remoto primer deslumbramiento que supuso aquella lectura. Me refiero, y no pretendo descubrir nada nuevo, al asunto que articula la entera composición del genial libro, la temática medular de la que nacerá, según opinión general, la novela moderna. Lionef Trilling dijo que toda obra de ficción en prosa, es inevitablemente una variación del tema de Don Quijote. Por mi parte sólo puedo decir que, desde no sé cuánto tiempo, quizá desde aquellas tardes soleadas en el parque de Gaudí, de un modo u otro, consciente o no de ello, he buscado en toda obra narrativa de ficción un eco, o un aroma, de ese eterno conflicto entre apariencia y realidad, que de tantas maneras se manifiesta en el transcurso de nuestras vidas.
Porque yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo.
Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho y como yo. Se trataría de ser algo más lanzados en esta cuestión, un poco locos, y admitir la posibilidad de que lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia, más posibilidades de pervivencia frente al olvido. Como nos enseñó don Quijote. Desde su primera salida al campo de Montiel, o desde la primera de sus famosas hazañas, él es el guardián del laberinto, el valedor de lo más noble, bello y justo que alienta en el corazón humano, el que vela por el espíritu, la vigencia y el esplendor de los sueños.
Debo referirme también, como complemento importante a una formación muy precaria, al cine y a sus queridos fantasmas. Porque cuando aún leía tebeos y novelas de Edgar Wallace y Karl May, el chico ya era muy peliculero, insoportablemente peliculero. Lo propició el hecho de que, durante cuatro años, entrara sin pagar en los cines de programa doble del barrio, y entonces había no pocos, gracias a que mi padre, por su trabajo en el Servicio Municipal de Higiene, Desinfección y Desratización de locales públicos, conocía a muchos porteros y acomodadores. Estoy por decir que gracias a las ratas de la Barcelona gris, penitente y mísera de los años cuarenta, el cine propició y redobló mi natural tendencia a la hipnosis ante cualquier género de fabulación. La facultad de embaucar, de fraguar ilusiones mediante imágenes, arraigó con el gusto por la lectura desde el primer momento, y, con el tiempo, pude celebrar las películas de John Ford, de Rossellini o de Mizoguchi, por ejemplo, con la misma o parecida intensidad que muchas novelas. Sabemos que algunas estrategias narrativas de la novelística contemporánea tienen su origen en el arte cinematográfico. Los Chaplin, Renoir, Lubitsch, Walsh, Lang, De Sica, Buñuel, Erice, Truffaut, Welles, Bardem, Berlanga y Azcona, Keaton o Hitchcock, por citar unos cuantos, nos hablaron de otra armonía posible entre los sueños y el mundo. Y en mi lista de personajes de ficción favoritos, Harry Lime y Viridiana son tan memorables como Julien Sorel o Ana Ozores. Cuando uno era todavía un mozalbete presumido, ir al cine era algo que formaba parte de la cultura popular, un rito semanal en el que participaba toda la familia, toda la comunidad. Descodificar el drama, la comedia o la aventura en las fotografías expuestas en el panel de la entrada de los cines, descifrar una sonrisa, un gesto, una mirada de los protagonistas, apartar luego las cortinas y penetrar en la oscuridad rasgada por una plata luminosa, era tan emocionante como adentrarse en la trama de una buena novela o memorizar un poema. A lo largo de más de tres décadas, desde los años veinte del mudo hasta mediados los sesenta, antes del auge y el abuso de la tecnología, el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica, el potencial simbólico de las imágenes y su cadencia, y el deseo de hacerle ver al lector lo que lee, que yo comparto, propició en la ficción literaria nuevas formas y tendencias.
También la memoria histórica y sus vericuetos y espejismos, un asunto tan de actualidad, podría ser comparada a una cinta de celuloide sensible e inflamable, con su apagada voz en off: Hace casi cuarenta años, trabajando en una novela donde se abrían muchas puertas a la memoria personal y a sus espejos deformantes, tuve que parar porque no daba con el tono en el que debía ser contada la historia. Había que escoger la voz, o mejor dicho, las diversas voces que tramaban la historia. Y no encontré la solución hasta que recordé el juego de las aventis infantiles, y, sobre todo,
hasta que vinieron en mi ayuda estos versos de Antonio Machado:
En los labios niños
las canciones llevan
confusa la historia
y clara la pena.
Sabemos que el olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir, tanto en la sociedad civil como en los estamentos del poder, sabemos que hablar de ello en nuestros días conlleva para muchos, todavía, una carga de dolor y resentimiento, suspicacias y malentendidos. "La memoria nos construye como seres morales", escribe José-Carlos Mainer, y añade: "pero también sabemos que es un hecho privado y mudable, fantasioso y mendaz". Hay una memoria compartida, que no debería arrogarse nadie, una memoria que fue durante años sojuzgada, esquilmada y manipulada. El lenguaje oficial había suplantado al lenguaje real. En la calle y en los papeles las palabras vivían bajo sospecha, muchas cosas parecían no tener nombre, porque nadie jamás se atrevía a nombrarlas, otras se habían vuelto decididamente equívocas y apenas podía uno reconocerlas. Las palabras acudían medrosas, emboscadas, traicionando el sentido al que se debían. Afectadas por el expolio y el descrédito, sometidas a la censura y al escarmiento, o destinadas a la impostura, de pronto perdían su referente, enmascaraban su verdadero sentido y cambiaban de significado. Entre las pomposas palabras que entonces nos caían desde los balcones y despachos oficiales, desde el cuartel y desde el púlpito, entre esas palabras fraudulentas y las palabras que la gente intercambiaba en la calle, en el trabajo y en casa -palabras de familia gastadas tibiamente, según testimonio del poeta-, había un abismo.
Este desacuerdo entre apariencia y realidad, entre lo que oficialmente se decía que éramos (adictos, felices, reconciliados, bien pagados, píos feligreses todos) y tal cómo nosotros nos veíamos en realidad, no tiene por supuesto nada que ver con el glorioso equívoco que propició la locura y forjó la leyenda de don Quijote. Pero son muchas, y todas vigentes, las lecciones que ofrece la obra de Cervantes. Y así, el aprendiz de escritor tomaría buena nota de la primera y más sencilla de todas ellas, esa que dice: Las cosas no siempre son lo que parecen. No lo eran entonces para el valeroso caballero, en aquel siglo tan pródigo en espejismos, y por supuesto tampoco lo son hoy. Sin ir más lejos, las famosas armas de destrucción masiva, por ejemplo, que no hace mucho tiempo algunos casi juraban haber visto, al final resultaron ser un par de zapatos.
Pero yo me estaba refiriendo a nuestros años de incienso y plomo bajo el palio de la luz crepuscular, aquel tiempo en el que no solamente la prensa y la radio, el Boletín Oficial del Estado y la Hoja Dominical mentían sobre lo que nos estaba ocurriendo, sino que hasta los espejos mentían. Y fue entonces, todavía en años de aprendizaje de quién les habla, cuando la imaginación echó una mirada sobre aquel expolio de la memoria, y le tendió la mano. Era una labor complementaria, en todo caso, porque imaginación y memoria, para el escritor, son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo resulta difícil separarlas. Ciertamente un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria, sea ésta personal o colectiva, esté proyectada en la novela histórica de fecha más remota, o en la literatura de ficción científica más futurista y fantástica. No hay literatura sin memoria. Incluso la memoria trapacera puede hacer buena literatura. La tan reiterada advocación "hay que olvidar el pasado", lógicamente no se aviene con la naturaleza y la función de la escritura. Hay que acotar nuevas parcelas de la memoria, hacer más denso el laberinto, cuidando, pues, de dejar una traza de hilo, como hizo Teseo aquella vez, para poder volver al exterior, y contarlo. Sobre todo, en lo que a mí respecta por lo menos, persistir en la búsqueda de algo, que nunca he sabido definir, pero que tiene que ver, por encima de cualquier otra finalidad, con alguna forma de belleza.
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