Piérdete por la capital de Yucatán

MÉRIDA (MÉXICO).-  La mañana de invierno nos recibe en el cruce de la 75 con la 78 con un sol de bandera. No estamos lejos del centro neurálgico de la ciudad de casas bajas, la mayoría de dos plantas. Este rincón del planeta no deja plantar cimiento alguno en este suelo duro, impenetrable y tozudo. Incluso el alcantarillado se convierte en un lujo a ojos del taxista curioso y preguntón que nos salva de una insolación casi segura.

larry&flo (Flickr)

Avanzando hacia el centro, por la 73, pequeños talleres salpican ambos lados de la calle. El comercio minorista se propaga e instala en cada esquina, en cada hogar. Las economías familiares se basan en esta forma de comercio, parienta del trueque de antaño. Autobuses y colectivos van de un lado para otro, conectando la ciudad con otros puntos de la península y con los poblados de los alrededores, que dan cobijo al gran número de trabajadores que cada día acuden a la ciudad.

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La plaza rojiza, con jardines y bancos, marca el corazón de la urbe, que tiene forma de un gigantesco tablero de ajedrez. Los soportales que la flanquean se llenan de transeúntes y de ruidosos turistas estadounidenses, atraídos por las tiendas de recuerdos y las hamacas de henequén. Acá el precio del café es prohibitivo para la población local, pero es que tienen las mejores tostadas y horchatas de la ciudad, nos dice un camarero presuntuoso. Docenas de iglesias de un estilo humilde, recatado pero solemne, sobresalen en el horizonte, sirviendo de brújula a los que no llevan mapa. Al final de la 60 hacia el norte, el Paseo de Montejo nos enseña la cara empresarial y moderna de la ciudad. Edificios de estilo francés, de los tiempos del auge henequenero, remontan a otra época, décadas atrás.

El monumento a la patria retrata a los personajes de mayor importancia de la historia del país. Nos sorprenden las caras conocidas, entrometidas, de bravíos conquistadores gachupines que pisaron estas tierras para regarlas de sangre y fe. Justo enfrente, las cadenas de comida basura dejan claro que ahora son otros los que quieren conquistar el paladar mejicano, usando la hamburguesa de cartón piedra y un pestoso tratado de libre comercio como armas de destrucción masiva. La tortilla, mejicana ella, no puede ni defenderse y se convierte en algo prohibitivo para el ciudadano de a pie. Sin embargo, la gastronomía yucateca, única y sorprendente, planta cara al envenenado enemigo, con el achiote y el chile habanero, la cochinita pibil y los papadzules.

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Se ríe un vendedor del mercado de San Benito, al este de la ciudad, ante la parsimonia de esos turistas simplones y cabizbajos que rebuscan en una pila de tebeos. Nos cruzamos con gentes que vienen de lejos a vender o cambiar un puñado de verduras, o un par de pollos de cría. En esta zona la mayoría de la población es indígena, como si el tiempo se hubiera detenido 500 años atrás y los blancos hubieran decidido no pisar el barrio, corazón de las clases bajas. Aún hoy, el indígena se ve relegado a los bajos fondos de la ingrata capital del Estado, como cuando pintas y santamarías saqueaban la riqueza del país y castigaban al pueblo llano con la más cruel de las barbaries.

Dicen que la llamaron Mérida porque los que la fundaron se acordaron de la nuestra, la extremeña, cuando encontraron varios asentamientos mayas en ruinas. Al norte, las ruinas de Dzibilchaltún nos recuerdan que la selva estaba ya ahí cuando llegó la ciudad. Aquellos sabios mayas que jugaban a anticiparse al tiempo se sonrojarían si vieran el éxito y el poder de atracción de sus creaciones, convertidas muchas en reclamos turísticos y arrebatadas de las manos de los mayas mismos, que ahora ven cómo otros se enriquecen a costa del auge y la magia de un imperio que la pólvora y la Biblia redujeron a cenizas. Sus secretos mejor guardados siguen sin haberse desvelado, no por falta de intentos e intrépidos aventureros. El enigma perdura, y el encanto y el misterio inundan las ciudades y selvas vírgenes del antiguo imperio maya.