Ese momento
Hay un momento en el que, tras hacer la cama, lavar los platos del desayuno, barrer, pasar la aspiradora, fregar y hacer la compra, descubres que eres hombre. Y que estás solo. La soledad del hombre es una enfermedad que le compele a hacer todo lo que no haría si en su vida hubiera una mujer. Cuando hay dos hombres, puede que uno asuma ese papel. Si esto no ocurre, vuelve a ser un hombre solo, cada uno de ellos. Hace las camas, lava los platos, barre, pasa la aspiradora, friega y no se ocupa de los niños porque los niños los tienen las mujeres. No haber nacido así.
Si una pareja de hombres quiere un niño, ineludiblemente se lo tiene que encargar a una mujer.
Y pedir la sanción del Estado, que para eso pone trabas, desde el argumento de que los niños son lo que ven hacer en casa. Independientemente de que a una opción sexual se la pueda calificar de 'mala' o 'buena', si el argumento fuera cierto no habría —casi no habría— homosexuales. A mí me gustaría la verdura. Sería religioso, de madre. Deportista, de padre. Y sólo me hablaría con mujeres morenas. No es así. Parece que cada uno es lo que es y el Estado o los padres lo único que logran es frustrar al individuo si lo fuerzan. Claro que con frecuencia al Estado —y a los padres— el que los individuos se frustren les tiene sin cuidado. Hasta es mejor. Así no les queda tiempo para otras cosas. Tenemos, pues, a la mujer, que es la que trae los niños y se ocupa de todo, cuando está. Al hombre solo, que lava, barre y plancha. A la pareja de hombres que asume la división de las funciones. A la pareja de hombres solos. A la pareja tradicional: la flecha del amor y el yugo del hogar. Y al hombre que no lava, ni plancha, ni hace la cama, porque se le da una higa que la casa se barra, que la cama esté deshecha y que la ropa se gradúe en arrugas. En el extremo de esta actitud figura el guarro. O la guarra, que hay. Y en el extremo opuesto, la o el fanático de la pulcritud.
Ese momento.
Hay un momento en el que, tras hacer la cama, lavar los platos del desayuno, barrer, pasar la aspiradora, fregar y hacer la compra, descubres que eres mujer. Y que estás sola. La soledad difiere de la mujer al hombre en que ella sigue haciendo lo que aprendió en su casa. En la conducta influye mucho la educación. Y, sin embargo, hay mujeres frustradas porque les toca hacer la compra, planchar, tender la ropa. Ellas no eran así. Tal es el punto que, si se quedan solas, se relajan y el piso empieza a parecer un piso de soltero. Tan a gusto. O seguirán frustradas. Cuando en el piso hay dos mujeres puede ocurrir que cambie de papel una de ellas. Aunque parece lo usual que formen equipo, hagan —o no hagan— las camas, laven o no los platos, barran, pasen la aspiradora, frieguen y no se ocupen de los niños porque los niños los tienen que encargar, en el procedimiento, a un hombre. Y pedir la sanción del Estado, que para eso pone trabas. Desde el argumento de que los niños son lo que ven hacer en casa. Independientemente de que a una opción sexual se la pueda calificar de 'buena' o 'mala', si el argumento fuera cierto no habría —apenas habría— homosexuales. Yo tendría la mesa de trabajo ordenada. Sería de derechas, de madre. Y de padre, sería de derechas. Más, si además nos queremos. Igual preferiría, como ellos, el baño diario a la ducha diaria. No es así.
Cada uno lo que es.
Distinto. Y la igualdad consiste en actuar el derecho de serlo. Una negociación, cuando se vive al otro y con el otro. Lo que la educación, la sociedad, nos hurta es el afrontar esa negociación en igualdad de condiciones.
Y se oye ya la voz de la razón: "¡Sólo faltaba eso!"
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