El escritor americano había llegado la víspera a Barcelona y dicen las malas lenguas que se pasó un poquito con las copas. Hay quien asegura que perdió algún paso cuando venía de retirada al hotel. Quizás por eso, al día siguiente, no se desprendió ni siquiera un momento de sus gafas de sol. Salió un día luminoso, y en la azotea del Hotel Condes de Barcelona también nosotros necesitamos abrir las sombrillas para no cegarnos con tanta luz.
El escritor americano se presentó puntual: a las 13:30, tal y como habíamos quedado. En la azotea de enfrente alguien celebraba una boda y la música llegaba hasta nosotros, insolente. Es usted un canalla, le dijimos a modo de saludo al escritor norteamericano, y sonrió abiertamente, mostrando unos dientes de color canela, oscurecidos por el tabaco. Sabía por qué se lo decíamos: sintonizó a la primera y supo al instante que somos de esa clase de lectores que nos abandonamos en las páginas que él escribe, de esos que nos dejamos zarandear en sus vaivenes y cambios de plano entre ficción y realidad. Que si se lo propone, no tendremos más consistencia que una natilla colgada de un clavo en la pared.
También le dijimos que nunca le perdonaríamos habernos dejado con este agobio permanente que nos persigue desde la lectura de 'La noche del oráculo'. Que no se nos olvida aquel personaje que a mitad de la novela dejó encerrado sin escapatoria y bajo tierra, en un búnker cuya existencia nadie en el mundo conocía. Que, a medida que seguíamos con la lectura de la novela, queríamos zafarnos de aquella angustia, que pedíamos a gritos que el narrador sacara con urgencia al protagonista de aquel condenado lugar, que sólo una mente retorcida como la suya y una mano tan prodigiosa podía mostrárnoslo tan real.
Según nos oía, se partía la caja. Me aburrí con el personaje, dijo, por eso lo dejé allí encerrado para que muriera.
Es usted un cabrón, le dijimos, y no paraba de reír. También le confesamos la inquietud por toda la artillería que ha usado en 'Un hombre en la oscuridad', su última novela. Ha utilizado usted un ketchup exagerado, le dijimos. Es usted un sádico, y nosotros masoquistas, porque, a pesar de habérnoslo jurado, volvemos a leerlo cada vez que publica una nueva cosa, a sabiendas de que va a conseguir con nosotros lo que usted se proponga.
Entre risas, el escritor americano sacó una pequeña cajetilla de puritos holandeses y nos ofreció uno a modo de disculpa. Eran demasiado pequeños para nuestro gusto, y sacamos entonces nuestra propia purera de la que le ofrecimos para fumar. Nasti de plasti: prefirió de los suyos.
Nos habló de lo bien que se lo pasó el año pasado como presidente del jurado de Festival de Cine. Nos dijo que Donosti le encantó y que en su vida había comido tan bien. Que piensa volver en cuanto pueda. Cuando le dijimos que sabemos de algunas iglesias gastronómicas que él no conoce, nos pidió el número del móvil para llamarnos.
Si viene, llamará, y si llama, no se arrepentirá. Superaremos la estancia de aquel otro americano que contamos en nuestro libro Porca Memoria.
Luego nos sentamos ante las cámaras y charlamos largo y tendido sobre literatura y de los tiempos que corren. Pero ésa es otra historia.
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David de Jorge y Hasier Etxeberria, autores del libro "Porca Memoria" (Ed. RBA), publican y guardan aquí sus inspiraciones gastroliterarias. O algo así.
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