Washington.- Los debates presidenciales en EE.UU. pueden encumbrar a un candidato o condenarlo a la derrota, pero eso a veces depende de factores tan simples como un gesto o una agudeza improvisada, más que de sus propuestas políticas o su saber.
Un debate es, en muchos sentidos, muy parecido a una obra de teatro. Hay un escenario y, en muchas ocasiones, un público en vivo. La iluminación, el sonido y el decorado se estudian cuidadosamente y son motivo de negociaciones a veces durísimas entre las campañas, que buscan que su candidato luzca lo más gallardo posible.
En esta ocasión, al parecer, la campaña republicana pidió, por ejemplo, que su candidato, John McCain, y su rival, Barack Obama, estuvieran de pie sobre atriles y no sentados a una mesa, para que McCain, de 72 años, no diera la impresión de estar cansado.
Los aspirantes a la presidencia ensayan durante semanas y practican sus respuestas con ayuda de un "guión", un grueso libro de centenares de páginas preparado por sus asesores en el que se recogen las preguntas -y las respuestas adecuadas- que se puedan plantear en el debate.
Cada candidato tiene su estilo para preparar los debates. Algunos optan por estudiar el "guión". Otros, como Ronald Reagan -que era actor profesional-, prefieren practicar con "sparrings".
Los aspirantes se convierten un poco en actores. Si ya de por sí cualquier gesto o palabra de más o de menos en una campaña electoral puede tener consecuencias imprevisibles, en un debate aún más.
Que le pregunten a George Bush padre, por ejemplo. En su debate de 1992, reafirmó su reputación de distante cuando miró el reloj en un debate y dio la impresión de que tenía ganas de marcharse. Bill Clinton acabó por derrotarlo en las elecciones.
Es posible también que Al Gore deba en parte su derrota no solo a un puñado de votos en Florida, sino a la serie de suspiros y gestos de hartazgo que emitió durante un debate con George W. Bush.
Y en el primer debate televisado, el que tuvo lugar en 1960, Richard Nixon, que había pasado un catarro, apareció con ojeras y sombra de barba, mientras que su rival, John F Kennedy, llegó moreno y relajado. Kennedy ganó los comicios.
En otras ocasiones no ha sido el gesto, sino la palabra lo que ha hecho triunfar a un candidato u otro.
Gerald Ford cometió lo que quizás haya sido el peor lapsus en un debate, al asegurar en 1976, en plena Guerra Fría, que no había "dominación soviética en Europa del Este". La metedura de pata fue tan colosal que el moderador le preguntó si no se había confundido, pero el presidente, que llegó al Despacho Oval tras la dimisión de Nixon, no se retractó.
Ello alimentó la percepción de que Ford, el único presidente de EE.UU. que no ganó su puesto en las urnas, no tenía el intelecto necesario para el cargo -un chiste que se contaba sobre él entonces decía que era incapaz de caminar y masticar chicle al mismo tiempo- y el demócrata Jimmy Carter se impuso en las elecciones.
Si Ford perdió un debate por sus palabras, Reagan ganó otro por las suyas.
Después de haber ofrecido una pobre impresión en el primer debate de su serie contra Walter Mondale, que alimentó la preocupación sobre su avanzada edad -tenía 73 años-, en el segundo se recuperó con una broma.
"No voy a sacar a relucir el tema de la edad en esta campaña. No voy a explotar, por razones políticas, la juventud y la inexperiencia de mi oponente", bromeó. En esas elecciones, las de 1984, Reagan acabó ganando en 49 de los 50 estados del país. Su oponente solo ganó en Minesota, su estado natal.
Los aspirantes a la vicepresidencia también han tenido sus momentos de gloria o infamia en los debates.
Una de las réplicas más famosas es la de Lloyd Bentsen, "número dos" de Michael Dukakis en 1988, a la afirmación del republicano Dan Quayle -ya percibido como carente de las cualificaciones necesarias para el puesto- de que llevaba tanto tiempo en el Senado como John Kennedy cuando fue elegido presidente.
"Senador, yo trabajé con Jack Kennedy. Conocí a Jack Kennedy. Jack Kennedy era amigo mío. Senador, usted no es Jack Kennedy", atajó Bentsen.
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