LONDRES (REINO UNIDO).- Con 17 años su padre le echó de casa tras pillarle vestido con la ropa de su madre. No fue lo que marcó su vida. Llevaba años viendo la realidad distorsionada, los cuerpos deformes, los miembros descuartizados, el paisaje en una cárcel. El ser humano, para él, en definitiva no era más que un animal innato invadido por la venganza, el miedo y el horror.
La Tate Britain celebra el centenario del nacimiento de Bacon.
Francis Bacon (1909-1992), el artista británico más importante de la segunda mitad del siglo XX, vuelve a la Tate Britain de Londres. Y con él, regresa el desasosiego plasmado en unas caras desfiguradas que no dejan de gritar.
En 1962, la Tate proyectó la primera retrospectiva de este hombre salvaje y ahora repite experiencia para conmemorar el centenario de su nacimiento. La muestra, quizá la más importante del otoño artístico de la 'city', viajará en febrero al Museo del Prado para embarcarse luego rumbo a Nueva York.
La exposición viene con sorpresa, quizá decepción para sus seguidores. Entre los más de 60 trabajos se muestra el gran secreto de su inspiración: Bacon no creaba, copiaba. Tras su muerte en Madrid, en 1992, se encontraron diferentes recortes de prensa en un caótico estudio del que luego se ha hecho una réplica en Dublín, su ciudad natal.
Tras noches de vicios llevados al extremo en los recónditos suburbios del Soho, el artista ponía frente a sí recortes de periódicos (cogidas de toreros en alguna que otra ocasión) y los deformaba de tal manera que los rostros ya no eran rostros, sino pinceladas difusas que sólo reproducían la angustia que llevaba en su interior. Ésa de la que no se podía desprender ni con alcohol, ni con sus prácticas sadomasoquistas homosexuales, ni con fiestas que a veces llegaron a los 2.000 euros de aquella época. "Champán para mis amigos, dolor para los que no lo son", solía brindar. Su amigo y luego ex amigo Lucien Freud llegó a decir que era el hombre más inteligente y salvaje que nunca antes había conocido.
Entre los pocos momentos en los que encontraba sosiego estaban los de la National Gallery. Allí pasaba horas y horas embelesado ante La Venus del Espejo de Velázquez. El británico sentía auténtica devoción por el sevillano y lo tomó como referente en varias ocasiones. De hecho, una de sus obras más famosas es la versión del retrato que el español realizó del Papa Inocencio X. Bacon lo transformó y transformó hasta convertirlo en la imagen icónica del aislamiento. Los morados y la boca abierta que ríe o grita (según la interpretación) se convirtieron en sus señas de identidad.
Aunque lo que realmente le dio la popularidad fueron sus trípticos. Son dos los que resaltan sobre los demás. El primero, describe la crucifixión del ser humano, donde el hombre aparece masacrado y descuartizado como un animal ante un escenario rojo intenso. "Somos carne. Somos cadáveres en potencia", dijo como legado. El segundo, muestra el dolor sobrecogedor que le causó la muerte de su amante, George Dyer, quien se suicidó la víspera de la inauguración de una retrospectiva en París. Bacon nunca logró superarlo. En los lienzos se adivina una figura deforme vomitando en el lavabo y sentada en la taza del váter rodeado por una mancha negra. Una macrabra desolación de una de las imágenes más inquietante de nuestra era.
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