LONDRES (REINO UNIDO).- Caminando por las abarrotadas calles de Londres, de repente éstas se inundan de agua, los coches se convierten en barcas y los ruidos y las voces se transforman en silencio de embarcaciones rasgando el agua oscura. Por un instante, te viene a la cabeza la idea de Venecia. Tal vez esto fue lo que pensó el poeta Robert Browning cuando bautizó estos canales con el nombre de Pequeña Venecia, allá por 1860.
Está situado en el barrio de Maida Vale.
Pero en la Venecia de Londres no hay góndolas aparcadas enfrente de los portales, ni largos y afilados remos clavándose en el agua, ni se ven jerseys a rayas azules y blancas, sino que las embarcaciones son vacilantes casas amarradas a sus orillas.
La Pequeña Venecia está situada en el lago donde se juntan los dos canales que corren por Londres, en el glamouroso barrio de Maida Vale, famoso por sus blancas y victorianas mansiones habitadas por estrellas de Hollywood como Madonna o Tim Burton. La blancura de sus esquinas contrasta con las coloridas barcazas de los canales, que llenan el agua de desordenados reflejos de flores, bicicletas, mesas, madera amontonada y del humo delgado que sale de sus chimeneas.
En los últimos años se ha puesto de moda vivir en sus bohemias casas flotantes, pero no siempre fue así. Al principio los canales servían para transportar barcazas con mercaderías desde el otrora próspero puerto de la ciudad. Entonces las tranquilas vías que ahora se utilizan como amarres eran atareados caminos de sirga desde los que se remolcaban las embarcaciones.
Tuvieron esta función industrial hasta que en 1861, al morir su mujer, el poeta inglés Robert Browning, gran admirador de Venecia, se compró una barca y se trasladó a vivir a aquel lago. A partir de entonces se dio una nueva utilidad a los canales. Otros escritores e intelectuales le siguieron.
Estas casas-barcos son una alternativa a los inalcanzables pisos en Londres.
Hoy la Pequeña Venecia guarece cientos de habitantes, no sólo artistas sino también médicos, arquitectos, electricistas, cualquiera puede vivir allí. Su elección se ve además como alternativa a los inalcanzables pisos en Londres. Uno de sus más populares habitantes fue el extravagante empresario Richard Branson, que empezó su imperio en una barca convertida en estudio de grabaciones de su primer negocio, la discográfica Virgin. Algunos vecinos aún recuerdan a los Sex Pistols yendo a grabar allí.
La isla con el enorme sauce llorón que olvidada en medio del lago fue rebautizada con el nombre de Isla de Browning, en memoria del poeta. Alrededor se mecen numerosos restaurantes y cafeterías.
Al caminar los canales, en algún punto de su recorrido, se escucha el sonido de un banjo que debe de proceder de una de las barcazas. Estirando con cuidado de la melodía se llega hasta una pequeña embarcación. A través de su redonda ventanilla se distingue a un hombre tocando el instrumento, con los dedos enredados en sus vibrantes cuerdas. Es Robin, el irlandés.
Robin tiene los ojos azules, la piel reseca por el viento y el sol y una voz casi tan grave y tan profunda como su silencio. Vive en Londres, es irlandés pero en realidad no es de ningún lugar. Fue marinero durante más cuarenta años, toda su vida. Viajó por todo el mundo, desde Alaska hasta el cabo de Buena Esperanza. Se casó, tuvo dos hijos, siguió viajando.
Robin, el irlandés
Tras jubilarse, intentó vivir con su familia pero se dio cuenta de que aquel no era su hogar. No estaba casado con su esposa sino con el mar. No podía adaptarse: había pasado demasiado tiempo fuera. Se lo explicó a su mujer y decidieron separarse. Vendieron la casa y con el dinero obtenido compró un piso para ella y aquella barca para él. Y se marchó a vivir a la Pequeña Venecia, como hizo el poeta.
Ahora pasa el tiempo en el interior del bote, tocando el banjo, arreglando canciones recopiladas por todos los lugares en los que ha estado, mientras sueña marchar algún día a vivir por los ríos de su Irlanda natal. En el interior de la barca apenas hay espacio para una estrecha cama, una sencilla cocina y un depósito de agua. No le hace falta más para vivir.
A veces cambia de amarre y es difícil encontrarle. La única manera de dar con él es caminar por los pasillos de los canales y esperar a que llegue aquella tierna melodía de banjo. Luego ya sólo es cuestión de ir estirando de la música.
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