Este fin de semana se celebrará la festiva "Batalla de agua" del distrito madrileño de Vallecas, que en su vigésimo quinta edición reunirá estos días los mejores ejemplares de balde de toda la comunidad madrileña -el tío de la sandía en la cabeza de la siguiente foto es de anteriores ediciones, lo juro-.
¡El balde de plástico! Ese extraordinario objeto que todos tenemos a mano en casa, en el maletero o en la cochera y al que nadie dedicó jamás dos palabros de reconocimiento. Nunca lo verás en las paginas de los suplementos de tendencias pijo-dominicales: «Pon un balde chic en tu vida», «Baldes: te lo contamos todo sobre el accesorio de moda», «Especial baldes de verano: todo lo que debes hacer con tu balde para estar radiante» o «Tu pelazo, tu piel y tu belleza a salvo con tu balde». ¿Qué nos ha hecho el balde, nada más que apurarnos la vida, sacarnos de rotos y descosidos?
Barreñazo 2.0 contemporáneo donde los haya, gracias a él llegó la modernidad y se arrinconó el cubo de zinc, la vasija de loza y la palangana Talaverana. Puede decirse que el balde de plástico es la mismísima representación de una España sudada que acoge en su cuenca toda su mugre, como el generoso balde: la craca, la reforma chunga, Jordi González, las ayudas del PER, Paco el pocero, Melendi, Jiménez Losantos, los últimos meados de Estepona, la Conferencia Episcopal, el zarangollo, Mariantonia Iglesias, la mordida, los caparrones, el Calleja del plus, el kalimotxo, las tabas, el piojo y la bacalada a remojo.
¡Qué cosas escribe uno y qué a gusto se queda! ¡Que no vuelvan los glotonios jamás!
En un balde cabe toda la raza cañí y las especificaciones técnicas de todos los braulios que llevamos acá siglos robándonos y metiéndonos mano a garrochazo limpio. Haberlos -cañís y baldes-, haylos: bermellones, blancos, verdes, naranjas, azules, amarillos, locuelos de flores y lilas; Altos, bajos, anchos, panzos, con bordes y rebordes, con asas, de marca, changos, guiñapos, zambos, falsos, revenidos, cedidos, jiñados, perforados, con tronío y descoloríos.
En un balde cabe toda la raza cañí y las especificaciones técnicas de todos los braulios que llevamos acá siglos robándonos y metiéndonos mano a garrochazo limpio.
No hay olor de pies al que no se le haya visto una prometedora superación gracias a la energía de un balde de agua tibia, vinagre y sal, tan reparador como el mejor unto de farmacia cordobesa.
Dentro de un balde está el dios a remojo al que cada uno rinde sus cuentas: el agua con lejía de la histérica doméstica, las torrijas empapadas, el garbanzo, la lenteja y la ijada de morucha del tripero, la mancha guarra del farrero, el agua del jotero vallecano y los tejanos prietos de la Lola «soplillo» a la que se le marca el bocadillo -no hay mejor medicina para ceder unos vaqueros que el remojo y el lavado, señora, se lo dice El Chirla-.
Daríamos un repaso a todos los vicios y manías del planeta entero, pues en Cincinnati o Boston, amigos, para regocijo de esta civilización en decadencia, también hay baldes. The Balde.
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