Esta mañana nos despertábamos con la triste noticia de que, tras una larga enfermedad, Yves Saint Laurent moría en París. Con su desaparición podemos poner un punto y aparte en la historia de la moda, aunque en realidad habría que remontarse a 2002, cuando Saint Laurent se despedía para siempre de la profesión en la que comenzó con sólo 17 años, dejando su nombre en manos del Grupo Gucci y un legado imposible de emular hoy día.
Poco hay que añadir acerca del trabajo de Yves Saint Laurent; una frase de su socio y pareja durante casi 50 años, Pierre Bergé, resume a la perfección ese medio siglo en lo más alto del mundo de la moda: «Chanel dio libertad a las mujeres; Saint Laurent les dio poder».
Y es que el creador podía afirmar con total veracidad que conocía los deseos de la mujer mejor que nadie, cuando con sólo 21 años ya dirigía la casa Dior, y con 26 ya podía presumir de tener una próspera cadena de boutiques de su línea prêt à porter. En 1998, a los 62 años, Bergé y Saint Laurent vendían la colección de YSL Rive Gauche, es decir, la de prêt à porter, al grupo LVMH, para que en 1999 pasara definitivamente al gigante italiano Gucci Group. Un hombre tan sensible, creativo, tendente a la depresión y a los accesos de melancolía, estaba demasiado alejado del mundo empresarial y de la velocidad que había adquirido el mundo de la moda en los últimos años. Él quedaba al cargo de la alta costura, mucho más minoritaria, para en 2002 desprenderse definitivamente de su firma y retirarse definitiva e irrevocablemente. Y lo hacía con un emotivo desfile en el Centro Pompidou acompañado de sus grandes amigas, clientas y musas como la propia Catherine Deneuve.
Mientras tanto el estado francés, consciente de la influencia del creador en la cultura contemporánea propia, se resistía a ver cómo uno de sus iconos más representativos pasaba totalmente a manos italianas, y adquiría un pequeño porcentaje de la empresa para que algo quedara en suelo galo. En definitiva, Yves Saint Laurent era mucho más que un modisto: era todo un símbolo de Francia del cual enorgullecerse y que había llevado el nombre del país a todas partes, mostrando su mejor cara. A partir de este momento, tanto la alta costura como el prêt à porter perdían a su último couturier como se conocía antiguamente: un modisto que entendía a la mujer, que hacía ropa para que ella sea la protagonista y no él mismo o su creación, amante de la belleza pero también de la comodidad. En definitiva, concebía la moda con la perfección y la precisión de una obra de arte, pero siempre con los pies en la tierra, incluso en sus colecciones de haute couture.
Ahora es cuando llega el momento de buscar sucesor a Yves Saint Laurent. Con Valentino recientemente jubilado y John Galliano demasiado preocupado por dar la nota en sus desfiles, buscar un digno heredero de este creador es una tarea prácticamente imposible. Analizando a los creadores más valorados de nuestros días, resulta imposible encontrar alguien tan valorado dentro de su país como para llevar su nombre por bandera; esto sólo ocurría con Saint Laurent y Francia, con Pertegaz y España (y, más concretamente, Teruel) o con Vivienne Westwood y Gran Bretaña. Incluso el genial Lagerfeld ha ido diluyendo sus orígenes de tal manera que, salvo por su sobrenombre en alemán –el Kaiser de la moda- muy pocos recuerdan ya que nació en Hamburgo.
Ya no quedan grandes couturiers, pero tampoco es un hecho que haya que lamentar, sino que es la evolución propia del mundo de la moda, que no ha tenido más remedio que adaptarse a los dictados de la globalización económica. Hay que producir, vender y vender; por supuesto que hay grandes nombres detrás de firmas míticas (Alber Elbaz en Lanvin, Nicolas Ghesquière en Balenciaga, Christopher Bailey en Burberry Prorsum…), pero ninguno podrá llegar a ser tan carismático como sus predecesores. No es ninguna tragedia; es el desarrollo inevitable que ha seguido un oficio que ahora es una gran industria en manos de grandes –gigantes- grupos de lujo.
El futuro de la alta costura y del prêt à porter lo determinarán las firmas que aglomeran los grupos del lujo (LVMH, PPR, Gucci, Valentino), e irán contando con todos esos nuevos talentos que van destacando como Giambattista Valli, Marc Jacobs, Alexander MacQueen o Stella McCartney, bien con su propio nombre o diseñando para otras firmas. Hasta Lagerfeld vendió todas sus firmas al grupo de Tommy Hilfiger y en una ocasión se rindió a los encantos de cierta cadena sueca, algo que parece impensable que sucediera en la figura de Yves Saint Laurent. Definitivamente, los diseñadores actuales tienden depender de grandes holdings de lujo o también, sin despeinarse, a grandes cadenas como H&M o Top Shop. Con la muerte de Saint Laurent se va el último que decidió retirarse antes que seguir dependiendo de otros, y que no cedió a las presiones del mercado. Hay tragedias peores, no cabe duda, pero sí que deja un regusto de nostalgia que desaparezca el último creador a la antigua usanza, y más viendo lo que se avecina. Pero no caigamos en el error de intentar sustituirle; un genio de su talla no tiene sustituto. A la moda sólo le queda adaptarse e intentar mantener unos mínimos de creatividad e innovación aceptables que no nos hagan decir aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
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