Comer alimentos sanos y equilibrados no es sólo lo mejor para nuestra salud, también para la del resto de la humanidad y todo el planeta. La relación puede parecer difusa, pero resulta decisiva.
Un trabajador indonesio transporta un saco de arroz en un mercado de Yakarta
En un interesante manifiesto en favor de la comida sana y en contra de las diabluras de la gran industria alimentaria, Michael Pollan recomienda la siguiente dieta: come comida (lo que tu abuela no identificaría como comida considéralo otra cosa), plantas fundamentalmente y no mucha cantidad.
Se trata de una filosofía compartida en líneas generales por el movimiento 'slow food' que persigue también que cambiemos nuestros hábitos alimentarios para comer más sano, apreciando el valor cultural de la comida y tomando en consideración el medio ambiente y la cultura culinaria.
Indudablemente, la agricultura convencional ha logrado cotas de productividad impresionantes. Desde los rendimientos del arroz, los cereales o el tomate, hasta las tasas de conversión de pienso en carne en el pollo o el cerdo, pasando por producciones de leche de más de 10.000 litros por vaca y año, el progreso técnico y científico ha logrado multiplicar la producción agraria hasta niveles insospechados hace 30 años. Sin embargo, todo ello acarrea costes no despreciables: contaminación de ríos, pérdida de biodiversidad, empleo masivo de antibióticos y pesticidas, pérdida de la fertilidad de suelos, contaminación de acuíferos por nitratos, uso masivo de agua... la lista es larga y conocida. Además es una agricultura muy dependiente del petróleo, tanto por el uso intensivo de maquinaria, como por el uso de fertilizantes inorgánicos, que se fabrican con naftas, derivadas del petróleo.
En gran medida el mundo se alimenta así. Y mucha gente, centenares de millones, pasarían hambre sin disponer de esta capacidad de producir alimentos. Pensemos cómo sería el mundo rico si en lugar de gastarnos el 15% ó el 20% de la renta disponible en alimentación, hubiéramos de gastar el 35%. Nadie puede negar los beneficios que suponen para la humanidad el acceso a una alimentación completa con tan poco dinero. Incluso aunque admitamos que hay un sexto de la humanidad mal alimentada y aunque estemos en una senda alcista del precio de los productos básicos, los desafíos del hambre y y la carestía de alimentos no vienen motivados por fallos en la agricultura moderna, sino por la pobreza.
Nos enfrentamos a un dilema moral que tiene solución, y no es muy difícil, pero lo dejo para el final. El dilema consiste en que, por un lado, tenemos que producir más para abastecer la demanda creciente en Asia y para abaratar los alimentos que puedan llegar a las personas atrapadas en la trampa de la pobreza. La reciente alza de los precios ha situado a 100 millones de personas en el nivel de un dólar/día, cuando estaban en el primer escalón de más de dos dólares/día.
La reciente alza de los precios ha situado a 100 millones de personas en el nivel de un dólar/día, cuando estaban en el primer escalón de más de dos dólares/día.
Pero, por otro, los que podamos hacerlo, debemos internalizar los costes ambientales que acarrea nuestra forma de alimentarnos. Y la forma de hacerlo es demandar y consumir productos que acrediten haber sido producidos de forma ecológica o mediante técnicas de producción integrada. Ello implica aceptar a corto plazo un cierto encarecimiento de algunos productos, un 30 ó 40%, pero a cambio consumiríamos productos mucho más nutritivos y contribuiríamos a potenciar una mejor agricultura. A la larga, la producción ecológica e integrada se abarataría por una cuestión de escala y eficiencia. La agricultura convencional en el mundo rico no va a cambiar si los consumidores no cambiamos nuestra demanda de alimentos.
Sin embargo, a corto plazo el mundo no puede alimentarse mediante estas técnicas productivas. Si queremos grandes producciones de granos y carne de pollo (la proteína cárnica más barata), no queda más remedio que intensificar la producción. Abaratar esos productos es fundamental para reducir el número de niños malnutridos. Y sólo se abaratan al aumentar la oferta, produciendo más cantidad.
Finalmente, la prometida resolución al dilema moral del mundo rico: si comemos menos carne y menos hidratos de carbono, reducimos nuestra demanda de granos y eliminamos una parte de la presión sobre su demanda global. Al tiempo, reducimos nuestras emisiones, contaminantes y uso de recursos. Pensemos que los nutrientes que deberíamos dejar de consumir para reducir la sobre-alimentación del mundo rico, en términos de nutrientes, serían suficientes para compensar la desnutrición del mundo pobre. No es retórica, son datos absolutos y contrastados.
En conclusión, las personas del mundo rico tenemos la responsabilidad de comer mejor, más saludablemente. El efecto positivo sobre el mundo pobre es quizás indirecto y será, seguro, dilatado en el tiempo, pero con ello podremos ayudar al medio ambiente y a las personas que necesitan comer más y mejor.
*Alberto Garrido es profesor de Economía y Ciencias Sociales Agrarias de la E.T.S de Ingenieros Agrónomos, de la Universidad Politécnica de Madrid.(Las conclusiones y puntos de vista reflejados en este artículo son responsabilidad únicamente de su autor y no representan, comprometen, ni obligan a las instituciones a las que pertenece).
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