Estas Navidades tuve la oportunidad de visitar en dowtown Manhattan el nuevo edificio que acoge al New Museum of Contemporary Art, un proyecto que ha generado muchas expectativas.
El encargo del proyecto, (obtenido mediante concurso) recayó en los japoneses Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa (SANAA), arquitectos de reconocido prestigio. Una vez acabado, el New Museum se convertiría en el primer museo ubicado en la parte baja de la ciudad, en el barrio de Nolita (al norte de Little Italy.) La zona, con unas características urbanas bastante particulares, se alejaba de lo que venía siendo la zona habitual de museos en Manhattan. El hecho de que en Nueva York no se hubiera construido un museo de nueva planta desde el Whitney de Marcel Breuer en el año 1966, hacían, si cabe, más especial y esperada la iniciativa. Todo apuntaba que el New Museum podía convertirse en un referente de la arquitectura, como lo habían sido en su momento, los otros tres museos dedicados al arte moderno y contemporáneo de esa misma ciudad. Tras su inauguración el pasado mes de diciembre, el edificio no sólo no ha decepcionado, sino que ha sido bastante aclamado. Sin embargo, en mi opinión, la existencia de ciertos puntos oscuros en el proyecto, permiten calificarlo como un buen ejercicio de arquitectura, pero alejado del carácter paradigmático que hubiera podido tener.
En el New Museum conviven dos mundos absolutamente distintos. La brillante solución exterior consigue transmitir una dimensión de la institución que nada tiene que ver con lo que ocurre en el interior. El exterior, lo conforman siete volúmenes dispuestos a modo de contenedores o cajas que van variando en altura y retranqueándose a medida que se elevan. El aspecto de hipotético escaparate de IKEA no es fruto de una casualidad o accidente como lo demuestran las primeras maquetas del proyecto. La malla metálica blanca, similar a la que los mismos arquitectos han pensado para el IVAM de Valencia, el sutil juego de transparencias, así como los diferentes planos de profundidad, otorgan una imagen que cualquiera institución y ciudad contemporánea envidiaría.
Ahora bien, el alarde de sensibilidad y elegancia manifestado en esa fachada desaparece casi por completo una vez que atraviesas la entrada del museo. Por un momento puedes llegar a pensar que te encuentras en una de tantas galerías de arte que invaden Manhattan. La tensión disminuye de manera drástica, para dar paso a una generalización espacial que te deja absolutamente indiferente. Indiferencia que se desvanece momentáneamente, durante el corto trayecto en el verde ascensor que te lleva a las galerías. A diferencia de lo que ocurre en el exterior, la concepción espacial interior del museo es modesta y humilde y poco ambiciosa; no hay absolutamente nada que llega a emocionarte. Responde, casi de manera literal, a la función que la morfología de la fachada sugiere, el del contenedor universal, eso si, de obras de arte.
Son muchos aspectos lo que convierten un proyecto correcto en un proyecto excepcional, y casi siempre por no decir siempre, el arquitecto está obligado a asumir ciertos riesgos. Riesgos o decisiones que tienen que ir más allá del manido argumento de la flexibilidad espacial, o del intento de aplicar la celebre y engañosa máxima «menos es más «. A pesar de lo que nos han querido vender, no existe ninguna fórmula o receta para hacer una buena arquitectura. Una cosa es la abstracción indagadora y otra cosa muy distinta, el esquema mediante la utilización de un recetario o catecismo. En la gran mayoría de los casos «menos es menos» y sólo en limitadas ocasiones (si no, todos seríamos Mies), el «menos» se convierte en «más.» Curiosamente, el otro museo blanco de Nueva York, el Guggenheim de Frank Lloyd Wright, (1947-59) constituye uno de los mejores ejemplos de síntesis espacial de todos los tiempos, convirtiéndose en una de esas pocas excepciones que hacen cierta la afirmación de «menos es más.»
*María Fullaondo es doctora arquitecta y miembro del estudio IN-fact arquitectura.
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