El Cuarto Rey Mago

Feliz Noche de Reyes

Queridos Reyes Magos:

Me llamo Alfonso y tengo ocho años. Este año he sido muy bueno y he sacado muy buenas notas.
Me gustaría como regalo que le trajerais a mi papá un trabajo nuevo. Mi papá se llama como yo. Desde que nos dejó mamá él se ha quedado muy triste y dejó de trabajar. Ahora el señor del banco nos quiere echar de nuestra casa porque mi papá no puede pagarla.
Ayer en el cole unos niños se burlaron de mí porque decían que los Reyes Magos no existen. Yo me enfadé mucho y les dije que eso no era verdad. Le he preguntado a mi papá y él me ha dicho que esos niños eran malos y que todos los años les traéis carbón y por eso dicen esas cosas.
Os dejaré como todos los años turrón y leche caliente junto al Belén del salón por si tenéis hambre.
Muchas gracias y hasta pronto!!!
Alfonso

- ¿Has terminado ya tu carta Alfonso?
- ¡Sí, papá!
- Venga, pues entonces acaba de prepararte que nos vamos; que la echamos al buzón antes de pasar por el banco.
- ¡Vale!

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Padre e hijo salieron así juntos hacia el banco. Esa mañana el padre había quedado con el director del banco para tratar el tema de su hipoteca. En realidad, lo que estaba sobre la mesa era una orden de embargo. Desde que su mujer le había dejado, Alfonso había ido de mal en peor: había perdido su trabajo, debía dinero a unos cuantos prestamistas y no era rara la noche que acababa metido en jaleos cuando abusaba de la bebida. Lo cierto es que había perdido su trabajo como guardia de seguridad por haberle sacudido a un compañero con el que había coincido una de esas noches. Quizás aquello no hubiera pasado a mayores si no hubiera sido porque el compañero en cuestión era el sobrino de su jefe. Y quizás, nada de aquello ni tan siquiera habría ocurrido de no haber estado de por medio su primo, Ernesto, quien para Alfonso era como un hermano, pero un auténtico especialista en buscar y encontrar problemas cada vez que salían juntos, y que había sido el primero, como casi siempre, en empezar la bronca en esa ocasión.

Ernesto era un vulgar delincuente de tres al cuarto, que llevaba media vida diciendo que su suerte cambiaría el día en que diera el golpe definitivo. Hasta ahora los golpes se los había dado a él la justicia, pasando pequeñas temporadas en la cárcel. Aquella mañana antes de salir de casa, Alfonso había hablado con su primo. Al teléfono le pareció que estaba bastante más despierto de lo que solía ser habitual en él a esas horas. “Buena señal”, pensó. Anoche debió quedarse en casa como le había prometido.

Cuando llegaron al banco, éste apenas acababa de abrir. Alfonso vio la cantidad de jubilados que se agolpaban haciendo cola en su interior. Era día de cobro y como era costumbre, toda aquella gente quería ver el dinero de sus pensiones en sus manos antes de depositarlo en el mismo banco, o de llevárselo a donde fuera. “Hay cosas que nunca cambiarán; mejor así”, pensó Alfonso mientras buscaba con la mirada un sitio donde dejar a su hijo mientras él se iba a hablar con el director.

- Tú quédate aquí sentado, y espera a que papá vuelva. No te preocupes por nada, que ya verás cómo papá lo soluciona todo. ¿Vale?
- ¡Vale!

Alfonso miró de nuevo a aquellos pensionistas y por un momento sintió lástima por ellos. Fijó luego su vista en el despacho del director y vio que éste ya había llegado.

- ¿Puedo pasar señor Director? – preguntó desde la puerta.
- Un momento Alfonso. Tengo que hacer primero una llamada.

Aquello disgustó a Alfonso. Miró su reloj y respiró profundamente intentando contener la impaciencia.

-¡Pasa Alfonso! – ordenó el director sin levantarse cuando Alfonso entró en su despacho y cerró la puerta-. Has tenido suerte porque era una llamada para rato pero se ve que aún no ha llegado la persona con quien tenía que hablar. No todos madrugamos tanto, ¿verdad?

Alfonso no contestó a la pregunta. Aquel imbécil tenía delante de sus narices los papeles para solicitar el embargo de su piso y él había venido para solucionarlo esa mañana. ¿Qué coño le importaba a él si la gente madrugaba o dejaba de madrugar? “Gilipollas”, pensó.

- Bien Alfonso –comenzó entonces el Director-, la cosa realmente está complicada. Créeme que no es algo fácil para mí el tener que tomar una decisión como ésta pero he tratado de demorar los plazos lo más posible. Sin embargo, desde arriba ya no me dan más cuerda, y se trata de una orden directa. ¿Lo entiendes, verdad?
- ¿De cuánto tiempo dispongo entonces? –preguntó Alfonso sin mucho interés.
- Bueno, eso depende, lo cierto es que…

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Su padre le había dejado sentado en una esquina del banco mientras se iba a hablar con el director. Alfonso odiaba a aquel hombre malo que les quería echar de su casa. Deseaba tener diez años más para ir con su padre y darle una buena paliza. Él le había enseñado muchas llaves de kárate, de esas que veía luego en la tele, aunque su padre le tenía prohibido pegarse con sus compañeros de clase. Decía que los niños buenos no se pelean. Sin embargo su padre había llegado muchas noches con la cara magullada y con la ropa llena de sangre. Pero a él nunca le había puesto la mano encima como dijo mamá en el juicio cuando trató de que se fuera con ella. Menos mal que el juez no la creyó porque él quería quedarse con su papá.

Estaba jugueteando con su play cuando de repente se incorporó de un salto al verlos entrar. ¡Allí estaban!: ¡los tres Reyes Magos! Y venían de la mano del hombre de seguridad que estaba en la puerta. Alfonso no lo podía creer. Hacía sólo cinco minutos que había echado la carta al buzón y ahora los tenía delante. ¡Qué felicidad!

- ¡Todo Dios al suelo! ¡Al que se mueva le meto un tiro entre ceja y ceja! – oyó gritar al Rey Baltasar - ¡De prisa!, ¡meted todo el dinero en las bolsas!

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-… lo cierto es que – repitió el director mientras levantaba su mirada por encima de los hombros de Alfonso-. ¡Qué demonios pasa ahí fuera!
Alfonso se dio la vuelta y sin pensárselo dos veces se lanzó fuera del despacho.
- ¡No se mueva de su despacho!- le gritó mientras salía- ¡Y llame a la policía!

La escena era dantesca y dramática al mismo tiempo. Tres hombres disfrazados de Reyes Magos atracando aquella sucursal con al menos cincuenta personas en su interior, la mayoría ancianos, tirados muertos de miedo en el suelo. El que iba disfrazado de Baltasar tenía neutralizado bajo sus pies al guardia de seguridad mientras vigilaba la entrada. Los otros dos en apenas unos segundos habían llenado un par de bolsas de deportes con el dinero de las cajas y las lanzaron a Baltasar para que éste las recogiera.

- ¡Está todo!, ¡nos vamos! ¡Coge de rehén al niño por si hay compañía fuera!– ordenó Baltasar apuntando al pequeño Alfonso.
- ¡No! –gritó su padre al tiempo que el falso Melchor obedecía las órdenes de Baltasar.
- ¡Al suelo, cabrón! –le gritó Melchor-. ¡Al suelo o te pego un tiro aquí mismo!

Alfonso miró a su hijo mientras analizaba las posibilidades. Baltasar estaba ya fuera del banco. Dentro quedaban así Melchor con su hijo retenido y Gaspar, que parecía el más nervioso de los tres. Alfonso levantó entonces su mano derecha e hizo una especie de señal a su hijo. Éste no se lo pensó dos veces y le propinó un mordisco en la mano a su secuestrador que inmediatamente hizo que le soltara. Aún se estaba doliendo cuando Alfonso se abalanzó sobre él desarmándolo de un fuerte puñetazo en el abdomen. Luego, con la pistola ya en la mano, golpeó con ésta en la sien de Melchor dejándole fuera de combate. Tal y como había previsto, Gaspar había asistido inmóvil sin reaccionar.

- ¡Tira la puta pistola o serás tú el que este año no tenga Reyes! – le gritó Alfonso a Gaspar.
- ¡No dispares, no dispares!, ¡todo ha sido idea de Baltasar! – respondió atemorizado Gaspar tirándose al suelo y arrojando la pistola a los pies de Alfonso.
- ¿Estás bien Alfonso? – le preguntó a su hijo.
- Sí papá-, le contestó éste mientras corría a abrazarse a su cintura.
- Todo ha acabado; eres el mejor.

La policía entró un minuto después en el banco, llevándose a los dos atracadores que habían quedado reducidos por Alfonso. No fue sino entonces que el director asomó su cabeza para ser el primero en felicitar al héroe. “Lástima que no pudiera capturar también al tercero que ha escapado con el dinero. En fin, el seguro se hará cargo”, pensó el director.

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Ernesto estaba sentado en la barra de una cervecería mientras esperaba por Alfonso. Mientras lo hacía, se entretenía leyendo en el periódico la noticia del atraco de los tres Reyes Magos. Su primo salía en portada tratado como un héroe. La gente estaba maravillada con aquel padre valiente que no había permitido que unos atracadores se llevaran a su niño. A éstos les caerían ahora unos cuantos años, si bien por lo que se desprendía de lo comunicado por la policía, habían sido lo suficientemente precavidos como para llevar sus armas descargadas para evitar con toda seguridad una condena más elevada en el caso de ser finalmente capturados, como así había sido. Se decía además que el tercer Rey Mago, el que había escapado, lo había hecho con un par de bolsas que supuestamente contendrían unos 150 mil euros. En el interior del periódico se comentaba toda la historia de su primo y los problemas de éste con su casa, y cómo el director del banco había decidido no ejecutar el embargo, renegociando su hipoteca en condiciones mucho más favorables. Además, el propio director había sugerido a la empresa de seguridad que tenía contratada en su banco para que incorporara en plantilla a Alfonso, a lo que la empresa había accedido.

- ¡Aquí está mi héroe! –dijo Ernesto al ver entrar a Alfonso por la puerta.
- Menudo héroe, sí –respondió Alfonso dándole un abrazo- Veo que ya has pedido por mí.
- Sí, ahí tienes tu cerveza; ¿qué tal está el peque? –preguntó Ernesto.
- Está bien. Es fuerte como su padre. Se portó como un campeón. Dice además que los verdaderos Reyes Magos le han traído ya lo que les había pedido.
-¡Qué tiempos aquellos en que nosotros también éramos tan inocentes! ¡Brindo por ellos mi querido primo! – dijo Ernesto al tiempo que levantaba su jarra de cerveza.
- ¡Brindo también por ellos, Baltasar!