Ellos supieron morir

El mundo del corazón hinca sus fauces estos días en el veinticinco aniversario de la muerte de Paquirri, seccionando un nuevo trozo de aquella carnaza congelada que conservan con mimo en el frigorífico de sus archivos, y guardándose el resto para saciar a su público en futuras entregas. Lo más triste –además de ignorar que fue una figura del toreo- es que no se habla de lo más importante: Su gallardía ante la muerte.

Está visto que sus diferentes relaciones sentimentales resultan más atractivas para esta sociedad vacía y huérfana de principios que nos quieren imponer que su temple ante un desenlace inevitable, intentando serenar al médico que lo auxiliaba tras sentenciar con su famoso diagnóstico de las dos trayectorias, y despreciando, a base de valor y chulería, a aquella mujerzuela de negro que afilaba su guadaña a los pies de la camilla. Y es este gesto, esa actitud, la que hace que una persona trascienda a su época y sea recordada por algo más que por la actividad que desarrolló.

La historia nos deja un buen número de acciones parecidas, de gente que se enfrentó a la muerte cara a cara, mirándola a los ojos y sin bajar la vista en ningún momento. Cayendo dignamente sin pedir cuartel a la parca tras asumir la suerte que les había tocado. Unos lo hicieron a lo bravo, otros con calma, más de uno con singular flema, y los menos, sin duda mis favoritos, con un increíble sentido del humor, riéndose de la muerte en sus últimos segundos de vida. Pero todos tienen en común una cosa, y es que, recordando el título de aquel disco de los Ilegales, Si la muerte me mira de frente me pongo de lao, estos no se giraron.

Un ejemplo clásico lo tendríamos en Edward John Smith, veterano marino de barba cana que se hundió con su barco, el mítico Titanic, cumpliendo una vieja ley de honor marinero como es la de que el capitán acompañe a su criatura de piel metálica en su último viaje rumbo a las profundidades. Y junto a él, sin un vínculo especial con el propio barco, se hundió la orquesta al completo, instalada en la cubierta, pasando del inicial ragtime para distraer a la gente y evitar que cundiese el pánico hasta acabar tocando el antiguo himno religioso Otoño cuando la cosa estaba ya prácticamente finiquitada. También perdió la vida en aquella ocasión el millonario norteamericano Benjamín Guggenheim, quien al inicio de la noche se había vestido con un grueso abrigo. Sin embargo, al ver el percal, marchó a su camarote y reapareció ante la afición ataviado como un dandy, con un traje de etiqueta que ni James Bond, y dijo Así me hundiré como un gentleman, y también Ninguna mujer quedará a bordo de este barco porque Ben Gugenheim se haya acobardado.

Otro crack que murió dignamente fue el mítico mariscal Erwin Rommel, el Zorro del desierto. Militar a la vieja usanza que no soportaba a todos esos advenedizos generales nazis que marcaban el rumbo de su patria. Conocido es el caso del desfile en el que se dispuso que las SS marcharían primero encargándose de la seguridad de Hitler y el ejército después. Rommel dijo que ni de coña, y así fue, el ejército desfiló primero y nadie tuvo arrestos de llevarle la contraria. Participó en la conspiración que llevó a cabo el atentado contra el Füher, y, tras fracasar esta, debido a su aureola casi mágica entre la población –también entre las filas enemigas, sobre todo británicas, donde hasta Churchill llegó a llamarle el Gran General en la Cámara de los Comunes-, le dieron la opción de suicidarse y ser enterrado con honores o bien ser enjuiciado como traidor. Eligió la primera, como no se podía esperar otra cosa.

Las féminas también tienen su sitio, como aquella niña que nos encogió el corazón a todos allá por el año 1985 llamada Omayra Sánchez, atrapada entre el fango y los restos de su propia casa arrastrados por la erupción del volcán Nevado Ruiz, en Colombia. La niña de trece años aguantó con aplomo sus últimos momentos, ofreciendo al mundo, gracias a un cámara que filmó su agonía, una lección de dignidad y aguante de la que deberíamos aprender todos aquellos que nos consideramos mayores. Es casi imposible visualizar aquellas imágenes y que no se le encoja a uno el corazón. Otras que también supieron morir fueron Juana de Arco, que se mantuvo firme en sus convicciones incluso cuando el fuego comenzaba a quemarle los pies y aún podía renegar de todo y Mariana Pineda, la famosa heroína de la causa liberal de finales del siglo XIX, a la que le quisieron quitar las ligas en el calabozo para evitar un posible ahorcamiento antes de darle matarile con el garrote vil, y ella dijo que nones, que Jamás consentiré ir al patíbulo con las medias caídas.

Por último hablaré de un tipo con mucho sentido del humor. Pedro Muñoz Seca, autor de La Venganza de don Mendo y uno de los muchos fusilados en Paracuellos del Jarama. Se enfrentó a la muerte descojonándose de ella. A sus carceleros les dijo Me habéis quitado el dinero, el abrigo y el reloj, pero lo que no podréis quitarme es el miedo que tengo. O cuando el anarcopoeta y actor de teatro Pedro Luis de Gálvez le gritaba a los guardias Cuidádmelo, cuidádmelo, que a éste no lo mata nadie más que yo… ¿verdad don Pedro? a lo que éste respondía Honradísimo Gálvez, honradísimo. Al llegar la hora de la granizada de plomo, se despidió de este mundo comentándole al pelotón Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme entre su círculo de amistades. Y partió, sangrando humor y escupiendo esputos de ingenio, rumbo a un lugar donde poder escribir tranquilo alguna de sus gracias donmendianas tipo Cuando Dios llamó a Gabino no dijo Gabino ven, sino venga vino.