Una sonrisa vale más que mil palabras

¿Qué hace que en esta sociedad la sonrisa sea un bien cada vez más escaso? ¿Por qué nos cuesta tanto sonreír a un desconocido? ¿Cuándo fue el momento en el que perdimos la inocencia del niño que nunca esconde su sonrisa?

A veces nos sonríen quienes tal vez tuvieran menos motivos para hacerlo.

Haz la prueba: mientras vas andando por la calle fija tu mirada en la cara de las personas con las que te cruzas en tu camino. Mejor aún: no realices prueba alguna, porque estoy convencido que sabrás igualmente responder a esta pregunta: ¿si fueras andando por la calle y fijaras tu mirada en la cara de las personas con las que te cruzaras en tu camino, cuántas dirías que en ese preciso momento estarían sonriendo? Muy fácil, ¿verdad? Una o ninguna.

Caras tristes, sin apenas expresión. Las vemos vagar por las calles, en el metro mientras esconden su imperturbabilidad en las hojas de un libro que nunca acabarán, las soportamos en cualquier ventanilla a la que necesitamos acudir, en la respuesta a unos buenos días que nunca parecen serlos, en el trabajo junto a compañeros que parecen llegar a la oficina cargados con la tristeza y los problemas con los que salieron de casa.

¿Por qué esa sino tristeza sí al menos seriedad? ¿Nadie tiene motivos para ir sonriendo por la vida? ¿Por qué reservamos nuestra sonrisa únicamente para nuestra vida privada y nos cuesta tanto compartirla con un desconocido al que tal vez no volvamos a ver en nuestra vida?

Yo sí he hecho otro experimento: he probado mientras iba andando por la calle a fijar mi mirada en la cara de las personas con las que me cruzaba en mi camino y a todas ellas les he dedicado una sonrisa. ¿Cuántos dirías que respondieron a mi sonrisa? ¿Resulta la sonrisa contagiosa como si fuera un bostezo? Por desgracia no tanto.

Adoro los niños. A esos niños tan pequeñitos que aún no saben caminar, o apenas han empezado por lo que la mayoría del tiempo los encuentras refugiados en los brazos de sus padres o sentados en su carrito. Tienen algo que hace que nunca me canse de sonreírles. Su inocencia, aún no cohibida por esta sociedad y libre de cualquier prejuicio, hace que te devuelvan con una sonrisa aún mayor la tuya. Y como si supieran ya que cuando sean mayores, quizás las vayan a echar de menos, juegan contigo una y otra vez para que nunca dejes de sonreírles.

Hay cientos de tipos de sonrisas. Existe la sonrisa nerviosa, esa que nos sale cuando no sabemos qué decir ante una situación embarazosa. Tenemos la sonrisa sincera, esa que nos nace dentro como un volcán de sentimientos incapaces de contener. Hay sonrisas de consuelo, cuando nuestras lágrimas prefieren quedarse en nuestro interior. Nos liberamos con la sonrisa espolín, la que nos conduce cuesta abajo sin frenos hacia la carcajada. Hay en definitiva una sonrisa para cada situación, y en todas ellas, si no lo hacemos, habremos perdido la oportunidad de regalar algo que sin costar nada, puede significarlo todo. ¿Por qué ser entonces tan avaros con nuestras sonrisas?

Más de uno estará pensando que ir sonriendo todo el día hará que nos tomen por tontos. Es probable. Estoy no obstante convencido de que un niño no nos tomaría nunca por un estúpido. Y si con mi sonrisa, tal vez de forma un poco egoísta, puedo conseguir a cambio la suya, bienvenida sea mi tontería.

Se ha dicho siempre que una imagen vale más que mil palabras. La imagen de una sonrisa diría que vale mucho más que eso.