Los aficionados a la Historia de Roma tienen su particular Meca, un destino que visitar aunque sólo sea una vez en la vida: Pompeya, la desgraciada ciudad sepultada hace casi 2.000 años por la furia destructiva del Vesubio, el volcán que los pompeyanos creían un monte benefactor y que destruyó la ciudad, acabando de forma horrible con la vida de muchos de sus habitantes.
El día que el Hades se abatió sobre Pompeya
Pompeya, como cualquiera de los enclaves históricos de visita obligada para amantes de la Historia de Roma, de la Historia en general o, como sucede comúnmente, de viajeros atraídos por la leyenda, es terreno abonado para los tópicos. Tanto se ha hablado y escrito sobre ella que resulta difícil referirse a la desdichada ciudad sin caer en alguno de los lugares comunes que han revoloteado traviesos por libros, artículos o ensayos históricos. Resultaría presuntuoso por mi parte pensar que voy a poder sustraerme a la tentación de dejar caer alguna sobada y rimbombante frase, siendo como soy un mero estudioso de "andar por casa". Así pues, ruego disculpas al hipotético lector si alguna de esas coletillas se desliza, puñetera ella, por este artículo. Bastante tengo con intentar condensar en unos pocos párrafos, sin dejarme llevar por las emociones, los terribles acontecimientos que se produjeron durante dos fatídicos días del mes de Agosto de 79, en los cuales la incandescente furia del Vesubio se abatió inmisericorde sobre los desprevenidos habitantes de la joya de la Campania.
No es difícil emocionarse paseando por Pompeya. Y si el visitante tiene cierta querencia por el legado romano, la violenta turbación del espíritu (perdonen ustedes por la cursilería) está más que garantizada. En mi caso, sentí como si hubiera ingerido un hipotético cocktail "sentimental" en el que se agitaban entremezclados el entusiasmo por cumplir un sueño, la aflicción por el trágico final de los miles de pompeyanos que no pudieron escapar de la ardiente violencia del volcán, estupor ante los detalles de la vida cotidiana de la ciudad que surgían por doquier, y vergüenza por sentirme, en muchas ocasiones, como un intruso en casa ajena, husmeando sin permiso de los habitantes por casas, bodegas, e incluso lupanares. Cuando Mario, mi hijo, me llamaba a gritos, entusiasmado desde el interior de una casa, tenía que reprimir la tentación de regañarle: "¡sal de ahí, que como vuelvan los dueños te vas a enterar, qué es eso de entrar en las casas sin permiso! La sensación de intromisión, de violación de la intimidad ajena me atenazaba por momentos mientras recorría las casas abandonadas precipitadamente hace casi 2000 años, o convertidas en las tumbas de sus propietarios. Pompeya quedó paradójicamente congelada por el fuego calcinador del Vesubio, que el día 24 de agosto de 79 se sacudió de encima las viñas y los árboles frutales de sus laderas para abandonar durante dos días su papel de monte benefactor. Pompeya, Herculano, Stabia y otras poblaciones sufrieron durante casi dos días lo que podríamos llamar el ataque de una especie de bomba atómica de la Antigüedad, pero solamente unos pocos tuvieron la "suerte" de morir instantáneamente.
Los cerca de 20.000 habitantes de Pompeya, al igual que los de las otras poblaciones de la bahía de Nápoles, se incorporaron perezosamente a sus actividades diarias el 24 de agosto de 79. El Imperio gozaba de un período de estabilidad. Tras la sangrienta lucha de poder por el trono, tras la muerte del "zumbado" de Nerón, Vespasiano se había hecho con las riendas de Roma, y tras él su hijo Tito, el victorioso general que había aplastado la rebelión de los judíos, gobernaba Roma desde hacía poco más de un mes. Durante los días anteriores habían tenido lugar pequeños temblores de tierra, pero los habitantes de Pompeya no les daban importancia, o habían aprendido a convivir con ellos. Ya habían padecido un gran terremoto, en el año 62, que había destrozado parcialmente la ciudad. De hecho, todavía había edificaciones dañadas que se estaban restaurando. En todo caso, no tenían ni idea de que esos temblores fueran el preludio de la catástrofe que sepultaría su ciudad, y a muchos de ellos, durante siglos. La mañana transcurrió con normalidad hasta que, sobre la una del mediodía, la montaña benéfica, aquella en cuyo suelo arraigaban árboles frutales, viñas y cultivos de todo tipo, extendió la muerte por las poblaciones de la bahía de Nápoles.
No sabían los infelices habitantes de Pompeya que bajo ese monte bondadoso se había acumulado un depósito de magma de unos 3,5 kilómetros cúbicos de volumen. A primera hora de la mañana, mientras los pompeyanos se desperezaban lentamente, el magma de ese depósito ascendía hacia la cima del Vesubio a una velocidad aproximada de unos 0,2 metros por segundo. Por fin, poco antes del mediodía, un tremendo estallido sobresaltó a todos los habitantes de la bahía. La cima del Vesubio se había desgajado y el magma, sometido a una terrible presión, escapó a una velocidad de aproximadamente 1400 kilómetros por hora. Se produjo una impresionante columna de piedra pómez y gases ardientes de unos 30 kilómetros de altura. Los habitantes de Pompeya observaron atónicos cómo una lluvia de piedras se abatía sobre la ciudad. Eran trozos de piedra pómez, extremadamente ligeros, hasta el punto de que flotaban en el agua, pero que comenzaron a acumularse sobre los tejados de la ciudad. Algunos pompeyanos huyeron, otros se quedaron para proteger sus bienes, o porque pensaron que sus casas les ofrecerían refugio ante la lluvia de piedra y ceniza. Se equivocaron. Lo peor estaba por llegar.
El volcán continuaba escupiendo piedras y gases. La columna se ensanchaba en lo más alto, formando una especie de nube ramificada que tapó el sol y arrojó más piedras sobre Pompeya. Los tejados comenzaron a ceder, y mucha gente murió aplastada. Los pompeyanos que se habían quedado en la ciudad comenzaron a comprender que iban a morir. Algunos se suicidaron. En Herculano, los habitantes escaparon hacia la playa. Tuvieron suerte. Su muerte, al menos, fue rápida. La inmensa columna se había derrumbado, provocando una inmensa nube de gases ardientes, cenizas y rocas que se precipitó sobre las poblaciones de la bahía. Los habitantes de Herculano, refugiados en la playa, murieron instantáneamente, arrollados por la nube que, literalmente, los fundió en décimas de segundo. Los de Pompeya no fueron tan afortunados. La nube tóxica llegó más atenuada, y los que murieron a consecuencia de ella padecieron una horrible agonía, ahogados por los vapores tóxicos e incandescentes. Los moldes de sus cuerpos así lo atestiguan. Hombres, mujeres, niños, animales, algunos con la imagen del horror del último instante, dolorosamente retorcidos, intentando escapar inútilmente a la letal nube... Contemplándolos, el alma se sobrecoge de pena y aflicción por el triste final de esos pobres desventurados.
La lluvia de materiales volcánicos continuó durante horas, sepultando las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabia bajo toneladas de rocas y ceniza. Por fin, cuando la furia desatada del volcán se apaciguó, nada quedaba de las poblaciones. Los restos fueron presa de saqueadores hasta que el tiempo borró definitivamente de la memoria de los romanos el recuerdo de las ciudades. Fue en el siglo XVIII cuando, ante el asombro del mundo ilustrado, comenzaron a desenterrarse casas, palacios, teatros, bodegas, incluso burdeles, y la tremenda tragedia de los habitantes de Pompeya sirvió, al fin, para mostrarnos los detalles de la vida diaria de una ciudad romana del siglo I. No quisiera acabar esta pequeña reseña sobre la infortunada Pompeya sin dejar constancia de algunas curiosidades sobre su historia.
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