Donde el autor recuerda su viaje a Xinjiang, en 2007,acompañado por el periodista de El Mundo Aritz Parra, y se pregunta qué será de las personas que allí conocieron: un camarero madridista hijo de una pareja represaliada durante la Revolución Cultural, un devoto estudiante musulmán que se sonrojaba al hablar de chicas, una israelí deprimida, un músico uigur que aprendió flamenco en Andalucía, un pastor evangelista y un taxista que leía libros y regalaba fruta. De fondo, gaseoductos, monasterios budistas, correosos pinchos morunos y legendarios funambulistas.
El militar condecorado (Ambrosius, en Flickr)
Todo los uigures de Xinjiang estudian inglés y, a diferencia de los españoles, intentan practicarlo al menor roce con el extranjero que viaja hasta aquí atraído por la sonoridad evocadora de la Ruta de la Seda. Algunos lo aprenden por la calle y en casa, con libros, de forma autodidacta; otros, como el guía que nos condujo hasta el lago Karakul, en la universidad de Xian. Tímido, devoto, educadísimo, tocado con el típico gorro uigur, nos explicaba cómo sus compañeros de clase, chinos de la etnia han, le tomaban el pelo por su fe islámica. "Si tu dios existe, ¿por qué tu región es tan pobre?", le preguntaban. Y él contestaba que el destino de los hombres en la tierra era responsabilidad de los hombres y que prefería vivir en Kasghar, en vez de en Urumqui, porque allí la gente era más devota. Cuando me despedí de él, le deseé suerte con las chicas de Xian. Bajó la vista, ruborizado.
Aterrizamos en Urumqui, capital de Xinjiang, situada a más de 5.000 kilómetros de Pekín. Aunque en el horizonte se podía distinguir el perfil de una cordillera nevada, la ciudad era densa y fea, con esa delirante mezcla de pobreza y modernidad tan típica de las grandes ciudades chinas. A través del cristal del taxi, carteles publicitarios en árabe, chino y ruso (es que vienen muchos hombres de negocios, nos explicaron). Una ciudad, a su manera, extrañamente cosmopolita para ser la capital de la región más aislada de China.
Al día siguiente partimos a Kasghar, cerca de la frontera con Pakistán, siguiendo los pasos de los demonios extranjeros en la ruta de la seda, título de un libro sobre los exploradores occidentales que saquearon el patrimonio artístico de Xinjiang a finales del siglo XIX y principios del XX. Al igual que ellos nos instalamos en el hotel Chini Bagh, antiguo consulado británico convertido en un anodino establecimiento de baños sucios y camas cubiertas con arena del desierto de Taklamakan. Al menos había cerveza fría y un camarero de la etnia han, hijo de una pareja de profesores trasladados forzosamente a Xinjiang en plena Revolución Cultural.
Por la televisión emitían el Real Madrid-Espanyol, el camarero buscó conversación y yo me dejé encontrar. Con ayuda de las traducciones de Aritz me vi envuelto en una tertulia no sólo de deporte, sino también sobre ETA, la transición y el Rey. El camarero prefería hablar de España que de China, pero Aritz, cansado del fútbol, recondujo la conversación hacia temas locales. "Yo me siento de aquí, de Xinjiang", nos dijo finalmente, como dándonos a entender que la etnia han también tenía derecho a vivir en esta región. Que Xinjiang no sólo pertence a los uigures. Hablaba sin épica, sin plural mayestático. Con un punto de desgana. Finalmente desplegamos el mapa sobre la barra, le consultamos rutas para el día siguiente y me prometí enviarle, a mi regreso, una postal de Madrid que nunca mandé.
Un uigur vestido como un abuelo de posguerra nos invitó a su casa a tomar té después de que unos ancianos nos increparan por intentar hacer fotos a una mezquita. Sentados sobre alfombras, después de lavarnos las manos y alabarle la casa, empezamos a hablar de política. Con aire conspirativo denunció el expolio de materias primas (sí, construyen carreteras y escuelas, pero nos roban el petróleo), le represión cultural, la pobreza, el traslado masivo de chinos de la etnia han para alterar el mapa demográfico de la región. También habló de la 'heroica historia uigur', de sangre, de sacrificio, de antepasados, de los guerrilleros del grupo Turquestán Oriental (a los que China vincula con Al-Qaeda y algunos de los cuales acabaron, primero en Guantánamo, y luego en las islas Bermudas). Por último habló orgulloso del mejor funambulista del mundo, que es, por supuesto, un uigur de Xinjiang.
En el Caravan Café nos refugiábamos a comer sándwiches y tartas, huyendo de los correosos pinchos morunos que la Lonely Planet, en un arrebato de optimismo tan típico de las guías de viaje, calificaba de exquisitos. Hablé con el dueño, un pulcro estadounidense, de hablar pausado, gestos lentos y una hija con la falda hasta los tobillos y el pelo muy largo. Meses después, me enteré de que eran pastores evangelistas y de que el gobierno chino los había detenido y expulsado del país, acusados de proselitismo.
Recuerdo al taxista, de la etnia han, que nos condujo hasta el monasterio de Kyzil, a través de eriales polvorientos repletos de obreros que trabajaban en las obras del gran gaseoducto y oleoducto que conectará los pozos de gas y petróleo de Xinjiang con Shanghai. El taxista leía constantemente pequeñas novelas que cambiaba en el kiosko de la estación y allá donde iba se rodeaba de un grupo de oyentes fascinados. Fumaba (y ofrecía) cigarros con sabor a arena, sonreía sin parar y, antes de irnos, nos regaló varias piezas de fruta fresca (que crece en los oasis regados con el agua subterránea procedente de la cordillera del Tian Shan).
En el monasterio budista de Kyzil, excavado en piedra en mitad del desierto, una guía china han nos mostró el lugar exacto en donde un desprendimiento de piedra estuvo a punto de matar a Gustave Von Le Coq . El explorador sobrevivió de milagro y, pasado el susto, pudo arrancar con ayuda de una sierra cientos de murales pintados con lapislázuli de Afganistán, que trasladó hasta el Museo de Arqueología de Berlín. Allí, "en siete terribles noches de bombardeos durante la segunda Guerra Mundial, desaparecieron más obras maestras de arte centroasiático que los ladrones de tumbas, campesinos, planes de irrigación o terremotos pudiesen haber destruido en muchos años" (Peter Hopkirk, Demonios extranjeros en la ruta de la seda). Mientras apuntaba rostros de Budas borrados por la furia iconoclasta de los primeros musulmanes que habitaron la región, la guía reivindicaba la devolución del arte chino expoliado por occidente (como el Sutra del diamante , en manos de la British Library). Al igual que los serbios respecto a Kosovo, los chinos no sólo consideran Xinjiang como parte irrenunciable de su país, sino que además esta región ocupa un lugar prominente en el imaginario colectivo: es la última frontera, cuna de la civilización budista china y escenario de muchas de las aventuras del clásico de la literatura Viaje al Oeste. Las aventuras del rey mono.
Viajamos de Kasghar a Kuche en un tren abarrotado de campesinos uigures y revisores han. 12 horas bordeando el desierto, enfrentados a la disyuntiva de abrir las ventanas y comer arena a cucharadas o mantenerlas cerradas y sudar hasta la muerte. La familia de campesinos con la que compartíamos asiento y arena miraron con lástima a mi novia porque, con 28 años, aún no tenía hijos. El libro de fotografía de Aritz fue rondando de mano en mano, por todo el vagón. Contaban el número de cachorros de una manada, me preguntaban si esa ornamenta colgada de un salón era un iglesia cristiana. Pero lo que más éxito tuvo fue la foto de una mujer con una camiseta mojada.
Al final del viaje se nos acopló una triste chica israelí que se había embarcado en esa suerte de viaje iniciático sin rumbo ni plazos tan típico de jóvenes anglosajones, universitarios alemanes e israelíes recién licenciados del servicio militar. Le pregunté con tacto sobre la guerra, sobre los palestinos, la bombas, su experiencia militar en Gaza. Ella, menos diplomática, nos explicó que el cine español le aburría y que la cultura española era muy sangrienta. Comía poco, nada le parecía excepcional y cuando alguien nos preguntaba por nuestra nacionalidad, ella callaba.
Más nacionalidades: a medida que avanzaba el viaje, Aritz fue rizando el rizo de nuestro presunto origen. Un día nos identificamos como coreanos del norte. Ah, qué bonito Corea del Norte, respondió el taxista uigur, que apenas se defendía en mandarín, y que nos estuvo hablando confusamente de Bin Laden, como quien habla del tiempo, por dar conversación. Esa misma noche, en el mercado de Kuche, unos chinos han nos preguntaron si éramos uzbekos.
Mi único souvenir fue un disco de música de Arken Abdullah, un músico uigur que estudió flamenco en Andalucía y que, por aquel entonces, sonaba en todos los rincones de Xinjiang. Desconozco si su música sería del agrado del hombre que nos invitó a tomar té en su casa mientras recetaba sangre e historia.
Tampoco se por qué Xinjiang es una potencia mundial en funambulismo. Pero me gustaría saberlo.
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