Hoy, los horarios de los ciudadanos son bastante más variados e impredecibles que hace años. Cada vez son más los independientes, los que viven a contracorriente, los que llevan su reloj sin sincronizar con el del resto de la ciudad.
Caminando por las calles de la ciudad
Martes a las 12.30 de la noche. Hay atasco en la Gran Vía y tanto las aceras como los pasos de cebra están abarrotados de peatones. Jueves, 14.30 de la tarde. La escena se repite en Plaza de España: decenas de conductores y viandantes circulan por las calles. ¿Qué hace ahí toda esa gente? ¿No deberían estar en su casa, durmiendo, comiendo o simplemente viendo la televisión?
Los horarios de la ciudad se descolocan. Cada vez menos gente hace las mismas cosas al mismo tiempo. Crece el número de los que ya no se van de vacaciones en Agosto, de los que trabajan part-time tan solo unos cuantos días de la semana, de los que tienen medias o hasta cuartas jornadas o simplemente de los que ya no trabajan, para los que tanto el martes como el jueves son iguales al lunes al sol. ¿Cosa de la crisis? Es posible.
Pero no toda la culpa parecen tenerla las turbulencias económicas que nos sacuden. La globalización, el consumismo, o la conciliación del trabajo con la vida social han trastocado las fronteras temporales. Hoy, los horarios de los ciudadanos, son bastante más variados e impredecibles que hace años. El autónomo, el bombero, el barman, el locutor de radio, el freelance, la azafata o el futbolista... sus horas de trabajo no coinciden necesariamente con los relojes de las oficinas ni sus días libres con los fines de semana estipulados. Todos ellos llevan su reloj sin sincronizar con el del resto de la ciudad.
Debe resultar desconcertante vivir fuera de la rutina, ajeno al ritmo de la ciudad. Trabajando en horarios diferentes, deambulando por las calles de madrugada, yendo al cine los miércoles... Es fácil sentirse un marginado social, un friky, un zombi que duerme de día o trasnocha los martes, que no siente la euforia del viernes por la tarde ni la fiebre del sábado noche.
Aunque también tiene sus ventajas irse de viaje cuando el resto vuelve, disfrutar de los descuentos de las cenas de entre semana, ver las películas en una sala desierta el Día del Espectador o conducir por un carril vacío mientras el resto, en el sentido contrario, se amontona en un atasco. No tiene porqué ser negativo que los despertadores suenen descompasados en un edificio o que el metro no venga lleno a las ocho de la mañana.
Muchos restaurantes, gasolineras o medios de comunicación funcionan las 24 horas al día. En el Retiro, siempre habrá alguien tomando el sol a las doce de la mañana, mientras que en las torres de AZCA, rara será la vez que no veamos una ventana iluminada con un currito detrás, trabajando en la oficina a las dos de la madrugada.
Los tiempos cambian. Las personas, también. El reloj no se detiene, y tampoco, sea la hora que sea, la vida de la metrópoli. Por eso, ahora cada vez son más los independientes, los que viven a contracorriente, los que recorren una acera de la Gran Vía un martes a las 12.30 de la noche.
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