Nunca me gustó el refrán por más consolatorio que sea. No me gustó porque es mentira, además de machista. ¡Como si los hombres no tuviéramos complejos! Yo siempre he envidiado a los guapos de metro ochenta y cinco, vello en su sitio justo y una facilidad pasmosa para que los pectorales se le marquen debajo de la camiseta a la tercera vez que levantan la pesa. ¿Qué voy a hacerle si soy así de frívolo?
El caso es que me acordaba el otro día de la dichosa sentencia cuando fui a ver por estos parajes británicos Chéri, la última Stephen Frears, que se vende como el reencuentro tras veinte años del director con la actriz y el guionista de una joya llamada Las amistades peligrosas. Y aún sin ser aquella maravilla pero tener una cosa en común (las dos tocan el tema de la dificultad de reconocer nuestros sentimientos y el estúpido orgullo como precavida coraza), es entretenida y digna, y me atrevería a decir que hasta valiente, aunque odio esta palabra cuando se habla de actrices que se afean o engordan o enseñan medio pecho, como si la bravura consistiera en hacer bien su trabajo. Es valiente porque toca sin casi paliativos un tema que esa promesa de sueños irreales que es el cine apenas trata: la vejez.
Después de veinte años la Pfeiffer ya no es la virginal mujer que parecía partirse al primer retruécano. Ahora tiene arrugas y experiencia y le toca hacer de cínica seductora que esconde como puede lo que le bulle por dentro. El escenario sigue siendo París, pero el de los años veinte, la Belle Epoque de las cortesanas, es decir, putas de clase A y no tan mal vistas. En el entuerto aparece también Kathy Bates por la que tampoco pasan los años en balde, pero que no sufre tanto porque es, siendo políticamente correcto, rellenita. La situación no es la misma y el padecimiento no tiene parangón. Como si los rellenitos, y esto lo digo por mí y por todos mis compañeros y por mí primero, ya viniéramos con la lección aprendida de que las carnes, antes o después, terminan por caerse.
Pero, sobre todo, a mí me impresionó el rostro de esa hermosa mujer que empieza a ajarse, con montones de marcas ya en los párpados y en el rictus, y el resto de alguna cirugía o de algún botox bien puesto (aprende, Nicole). Y lo hizo porque llevo tiempo sin verla. Por ella, no por mí, que desde pequeño me gustó. Quizá no tuvo nada mejor que hacer, quizá fue falta de ganas o de tiempo porque estaba con las labores de su casa o recogiendo a sus hijos adolescentes del botellón un viernes a las dos de la mañana. A diferencia de la rellenita, que ha estado ahí sin parar, parece ser que con más suerte, haciendo cosas tan interesantes, curiosas y dispares como dirigir unos cuantos episodios de A dos metro bajo tierra, su reaparición impacta, y más en una profesión en la que el físico, guste o no, es el material de uso. Un actor puede decir que trabaja con emociones, pero, como un bailarín, precisa de un cuerpo en buen estado para que el verbo se haga carne.
Lo suyo no son teclas ni notas ni pinceles ni lienzos ni un pentagrama que rellenar aún siendo sordo. No. Es algo tan inestable y que controlamos tan poco como el maniquí que habitamos, que puede irse al garete en el momento menos pensado y en el que un cáncer o un tumor consiguen comernos por dentro y nosotros tan contentos hasta que es demasiado tarde. De esa inseguridad quizá el divismo de los talentos insoportables. Lo suyo es aún más grave.
Si a mí mañana me cortan una pierna (como diría mi abuela: Dios no lo quiera) yo puedo seguir aporreando el teclado sin problemas. Incluso si me cortan la mano derecha (Dios tampoco lo quiera) puedo darle más gloria a la izquierda. O si me explota la batidora en ambas mientras trasteo con ella (Dios lo quiera aún menos), puedo imitar a Ramón Sanpedro y darle a la boca para la escritura.
¿Pero qué hace un actor en tales circunstancias? Y saliéndome del dramatismo: ¿dónde va a parar el cuerpo cuando padece su devenir natural? Más cuando son actrices y la sociedad, los cánones o nuestra poquísima creatividad y libertad a la hora de elegir qué nos pone cachondos y qué no, las aparta por mujeres más jóvenes mientras ellos, George Clooney, Brad Pitt, Benicio del Toro o Daniel Day-Lewis, siguen levantando líbidos. ¡Si Cary Grant rodó Con la muerte en los talones con cincuenta y cinco años!
¿Dónde se metieron Melanie Griffith, Sigourney Weaver, Debra Winger, Sharon Stone, Kim Basinger, Susan Sarandon, Geena Davis o Jessica Lange? ¿Dónde estarán en veinte años Angelina Jolie, Scarlett Johansson, Charlize Theron, Catherine Z. Jones, Penélope Cruz y Marion Cotillard? Y a estas dos últimas al menos les queda Europa, que fue lo que salvó a Sophia Loren y a Catherine Deneuve de este injusto y lapidario olvido.
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