La mascarilla de la gripe

Acabo de buscar en un diccionario online cómo se dice "mascarilla" en inglés, no vaya a llegar el terrible momento que desde hace cuarenta y ocho horas estamos temiendo y aquí, en Edimburgo, no saber qué pedir en la tienda. Mask, o face mask. Sin embargo, y sin restarle un ápice de importancia, me sorprende este miedo atroz que de repente nos está invadiendo y que, sobre todo, demuestra cuán ombliguistas somos los de esta parte del mundo (mal) llamado primero.

Un joven prueba una mascarilla en la T4 de Barajas

De la enfermedad aún sabemos apenas nada. Hay quien cree que el virus se propagó de los EEUU al país vecino y no a la inversa, las razones de la muerte de las ochenta personas en México están aún por confirmar y nadie dice a voz en grito, tal y como explicaba mi compañera por estos parajes Rosa María Artal, que la mayoría de las víctimas han fallecido por neumonía no tratada y para ella sí puede haber solución. No, desde anteayer tan sólo escucho pandemia, máxima alerta y rápida propagación.

Ha tenido que venir ese inexcusable amigo llamado muerte a asomarnos los dientes (¡qué casualidad que sean provocadas, la aviar y ésta, por animales que devoramos! ¡qué coherencia dramática tan perfecta!), para que los civilizados, los del G20, inmediatamente tomemos las lógicas e imprescindibles medidas de seguridad. Ha tenido el héroe, Obama, que estar cerca del peligro tras verse semanas atrás con uno de los fallecidos, para que caigamos en la cuenta de que también puede tocarnos (lo que pocos medios dicen es que este señor había sufrido un problema respiratorio recientemente) y redescubramos que, como decía el verso de Caballero Bonald, “somos el tiempo que nos queda”.

Entretanto, anteayer se celebró el Día Mundial de la Malaria, enfermedad en la que reparamos cuando vamos de vacaciones a algún país “tropical” y de la que sólo padecemos los efectos secundarios de una vacuna a la que no tienen acceso el millón de personas (la mayoría críos) que se ceba al año, y nosotros tan tranquilos. Al igual que el escalofriante dato que hace un mes publicaba UNICEF y al que le hicimos tan poco caso (yo el primero porque acabo de buscarlo): cuatro mil doscientos niños menores de cinco años mueren al día por falta de agua potable.