La historia del mundo civilizado puede resumirse en dos o tres frases: "Siempre ha habido ricos y pobres. Los primeros, con derecho a todo, poder para todo y escasa piedad. Los segundos, a sufrir y padecer en silencio".
Excepcional y experimentalmente, en un diminuto lapso de tiempo se abrió paso un levísimo rayo de justicia. Algunos poderosos cedieron algo de su espacio, a otros les separaron la cabeza del cuerpo y, lo más importante, el doctor Fleming inventó -o descubrió, como bien apunta un lector- la Penicilina.
De repente, muchos pobres podían ser un poco menos pobres. Cada uno se compró una moto. Después un seiscientos. Luego un apartamento en Torrevieja, Alicante. Por un momento, la civilización occidental atisbaba la felicidad material. Nació una nueva estirpe de pobres. Los pobres ricos. O ricos pobres, que es casi lo mismo. En fin, la clase media.
Pronto se les subió la abundancia a la cabeza. En lugar de asegurarse de que la prosperidad alcanzara por igual a todo el planeta, fabricaron una jaula dorada para mantenerse cómodos y seguros. Al mismo tiempo, los ricos de verdad -los que siguen teniendo derecho a todo, poder para todo y escasa piedad- organizaban el resto del mundo -el no civilizado- de manera que sus habitantes se matasen entre ellos con las armas que desarrollaba, fabricaba y comercializaba el refinado mundo occidental.
De repente, el espejismo de la abundancia desaparecía ante sus ojos. En su lugar, el desierto de un mundo injusto, contaminado, empobrecido e hipotecado. Imposible vivir sin destruir el planeta. Tampoco es posible vivir destruyéndolo. Imposible reducir la velocidad de su tren de vida. Mejor no saber que ese tren circula por una vía muerta, que acaba en dos topes de acero y hormigón a unos cientos de metros.
Nadie quiere aplicar solución alguna. ¿Para qué? ¿Para tener que soportar huelgas de funcionarios, jueces o camioneros? Mejor dejarlo todo como está. Que vayan al paro de uno en uno, y luego se improvisa algún remedio. Eventualmente. Con un poco de (mala) suerte no hará falta ni siquiera eso.
La crisis es buena porque pondrá las cosas en su sitio. Afectará, por primera vez en la historia, a todos. A los ricos ricos, a los pobres pobres y a las demás combinaciones de prosperidad y ahogo. Unos años de democratización de la riqueza traerán la democratización de la miseria. Pero -quede claro- la crisis afectará a todos, pero no a todos en la misma medida.
Pobrecitos pobres pobres, solo hace un par de años que vendían una casa de un millón de euros para comprarse otra que valía el doble con los beneficios de la venta de la primera... más la ayudita una prestigiosa institución financiera con derecho a todo, poder para todo y escasa piedad.
Pobrecitos pobres ricos, solo hace un par de años que compraron viviendas por decenas. No para resguardarse en ellas, sino con la intención de invertir. Especular, es la palabra exacta. Dentro de poco no valdrán nada. Si el pobre rico las compró a tocateja se convertirá en un pobre pobre, y a seguir sobreviviendo. Si lo hizo financiando la compra, entonces es que ya era un pobre pobre a merced de la consabida instancia financiera con derecho a todo, poder para todo y escasa piedad.
Pobrecitos ricos ricos, experimentarán sensaciones nuevas. Sin embargo, creo que podrán sobrevivir este año con el mismo velero del año pasado. Seguirán ejerciendo, de manera razonada, su derecho a todo, poder para todo... etcétera. Seguirán viendo su propio beneficio como remedio a todos los males. Seguirán gritando ¡Consumid, malditos! aunque ya no quede nada para consumir. Seguirán echando ¡Más madera! a la caldera de la locomotora un minuto antes del impacto contra el final de la vía muerta.
Ya sé que me he dejado fuera del discurso a los pobres pobrísimos. Es debido a que éstos siempre están de crisis, antes, ahora y después. Su sufrimiento no es significativo a los efectos de ésta taxonomía.
La crisis es buena porque nos empujará a cambiar la escala de valores, a trabajar el ámbito rural, a dejar vacías las ciudades. Volveremos a ser honestos, a tener sentido de la ética. Evitaremos los comportamientos absurdos de hoy. Desaparecerán los atascos en las circunvalaciones y en los ferrocarriles metropolitanos. Y, con suerte, los ricos ricos en alarde de su escasa piedad nos permitirán quedarnos con la banda ancha. De ese modo, podremos permanecer en contacto aunque trabajemos un campo de Castilla teñido de ocre, una escarpada roca de Galicia tintada en gris o un suave tono azul de una playa del Mediterráneo.
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