La noche en que se anuncia un nuevo temporal sobre Galicia, la melancolía de la lluvia despieta en plena madrugada comom un recién nacido.
La última vez que vimos el sol en Santiago era apenas un melocotón en almíbar que un neno lanzara al cielo, al séptimo de ellos. Luego, las calles fueron oscureciéndose como si fuésemos sorprendidos dentro de una boca que se cierra y recordamos que todos los tonos de grises viven a la vuelta de cada esquina. La oscuridad llegó a nosotros suave, sin sentirla, poco a poco como se apagan las luces de un teatro. Y el azul corrió a esconderse en los ojos de una mujer y el calor entre sus ropas. Bea nos cuenta que las nubes llegan desmadejadas como el cabello revuelto, vueltas del pelo que da nuestro cielo, y la escuchamos párvulos.
No recordamos ya desde cuando llueve, las hojas de los calendarios son manchas de tinta corrida, como escritas con rimel, notas, apuntes son ahora un río turbio. En esta lluvia han nacido niños que ya abren los ojos y solo han visto pasar nubes, han muerto algunos de los nuestros y otros se han casado por toda la eternidad mientras dure su luna de miel de abeja. Las tardes son mañanas agazapadas y las noches apenas un repiqueteo de besos contra el suelo y los cristales de perlas, diamantes con su brillo cuando las gotas revolotean al aura de las farolas de luz infatigable y amarilla como la genista de esos otros campos tan llorados.
El ojo del temporal es vidrioso, una cuenca seca, una cratera de ensalada hervida. El gigante que vive entre las rocas, el amante de las mariscadoras furtivas, juega como un niño a inflar las nubes que estallan sobre nosotros, se ríe y su aliento vuelca a la ciudad y tira a las viejas y levanta las faldas de las muchachas. Vemos llover y brindamos por Heráclito, el griego triste, por sus lágrimas sin consuelo. No, viejo filósofo, mal maestro de alumnos resecos, esta agua son las de ayer. Y creemos sentirnos brotar.
Hace ya tanto que llueve. De vez en cuando pareciera que como si el viento se retirara, calla, y deja descubrirse un tanto el cielo como la pierna de leche por entre el vestido de una pícara dama a la madrugada. Pero no, es tan solo que aspira, toma aire, infla sus pulmones de coloso atlántico hasta casi reventar sus rosadas mejillas y el hálito bendito de su hisopo vuelve a nosotros su reino. No sabemos por qué miramos al cielo cuando caen las primeras gotas en vez de mirar al suelo, o a los hombros, o a los niños que corren.
Es el temporal, dicen, y se nos centrifuga el alma.
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