Parece que los dos primeros meses de 2009, año maldito para la mermada economía del españolito de a pie, son también los de los grandes aniversarios, como el cincuentenario de la rotura de la presa de Ribadelago, en el Lago de Sanabria, los ochenta años de Tintín, el bicentenario del nacimiento de Darwin en febrero, y, sobre todo, el diecinueve de este gélido enero se cumplen también doscientos años del alumbramiento de uno de los mejores escritores de la historia, el gran Edgar Allan Poe.
Edgar Allan Poe
Una vida forjada en la fragua de la desgracia, lugar donde crearía el molde arquetípico del escritor maldito, romántico, que muchos copiarían en años venideros pero sin llegar jamás, never more, ni a la calidad, ni en muchos casos al sufrimiento del bostoniano. Quizá el nunca hubiera escrito tanto sobre la muerte si no hubiera sentido desde su más tierna infancia el abandono de sus seres queridos, convirtiéndose este hecho en una constante a lo largo de su vida que reflejaría de forma desgarradora en sus relatos.
Vino al mundo un 19 de enero de 1809, en Boston, hijo de dos cómicos de la legua a los que apenas conoció, ya que su madre, Elizabeth Arnold murió de tuberculosis antes de que Edgar cumpliera los tres años, y su padre, David Poe, se largó una mañana a por tabaco y todavía están esperándolo. Menos mal que se hizo cargo de él John Allan, un potentado negociante de Richmond (Virginia) que además de parné obsequió también al bueno de Poe con su primer apellido. Para empezar su vida no está nada mal, una madre frita por tuberculosis y un padre que lo abandona siendo un crío, faltaba sólo que la abuela pasase farlopa para ser carne de reportaje en Callejeros.
Con seis añitos viaja a Inglaterra con su nueva familia e ingresa en un internado privado, viviendo una época en la que la oscura y siniestra decoración del colegio y los paisajes de la pérfida Albión quedarán adheridos en el recuerdo del escritor para años después despegarse de su alma y, transmutados en tinta, impregnar ingentes cantidades de hojas con tétricas y aterradoras localizaciones.
Tras regresar a EE.UU, y seguir un tiempo en colegios privados, ingresa en la universidad de Virginia durante un año, hasta que en 1827 su pater adoptivo corta el grifo a sus excesos con el vaso y las partidas de siete y media, se niega a pagar sus numerosas trampas, y lo lleva a trabajar con los albañiles, como quien dice. No aguantó mucho Edgar en su aburrida labor de empleado, así que marchó a Boston, donde publicó Tamerlán y otros poemas (1827). Desde entonces comenzó una vida de altibajos constantes, alistándose en el ejército, dándose de baja, volviéndose a alistar hasta que lo echaron, motivo por el cual fue repudiado por su padre, rompiendo desde entonces la débil soga que le unía con quien intentó hacer de él un hombre provecho.
En Baltimore vivió con su tía y su sobrina de once añitos Virginia Clemm, durante unos años en los que sus primeros éxitos literarios, como ganar un concurso literario patrocinado por el Baltimore Saturday Visitor con Manuscrito encontrado en una botella o trabajar de redactor en varios periódicos y revistas de Baltimore, Filadelfia y Nueva York, alternaron con el enamoramiento de su joven prima, con la que se casó en 1836, y cuyo sagrado contrato llevó parejo el desgarrador sufrimiento de Poe por la larga enfermedad de su amada de nuevo la tuberculosis se cebaba con un ser querido-, hasta que falleció en 1847. Poco más duraría él, ya que, careciendo de la suerte y del duro pellejo de cualquier miembro de los Rolling Stone, acabó destrozado por el alcohol y las drogas en octubre de 1849, terminando sus días en un hospital de Baltimore tras ser recogido inconsciente en un oscuro callejón, según dicen tras emborracharse con el dinero que algunos partidos políticos aflojaban a la chusma para que votasen por ellos.
Hasta aquí hablaríamos de la biografía de un escritor maldito, precursor a su modo del tipo de fin de las futuras estrellas autodestructivas, a las que apenas un siglo después se les escaparía la vida por las muñecas, cercenadas por las afiladas cuchillas de la melancolía mientras sus cuerpos andaban sumergidos entre litros de alcohol y botes de pastillas.
Pero Poe es más que eso. Es literatura en estado puro, pese a que él siempre quiso ser poeta, siendo la necesidad la que le llevó a la prosa para poder tener algo que llevarse a la boca. Y gracias a eso, nos deleitó con sus narraciones extraordinarias, donde el terror se entremezcla con la melancolía, el misterio, la muerte Escritos que en casos como el mío despertaron el amor por la literatura y la pasión por su obra, acompañándome desde entonces por este valle de lágrimas. Aún recuerdo esas tardes enfrascado en la lectura de El corazón delator, Berenice, El gato negro, El escarabajo de oro o el Manuscrito encontrado en una botella, momentos en los que el corazón descendía acelerado por el peligroso remolino del Maelstrom, notaba aprisionadas las muñecas cerca de un Barril de Amontillado, o vislumbraba ante mis ojos la Esfinge de la Calavera, desdoblando mi alma en todos esos sitios y contemplándome a mí mismo desde allí, con el libro entre las manos, como si fuéramos dos personas diferentes con idéntico aspecto, una especie de Williams Wilsons de los ochenta.
Junto a los relatos cortos y el único largo que tiene, Las aventuras de Gordon Pym, dos son mis poemas preferidos de Poe. Uno, como no podía ser de otra manera, El Cuervo, poema con el que consiguió su éxito más importante, por el que logró sus quince minutos de fama en vida, pero con el que la historia le premió con gloria eterna. El otro es Annabel Lee, escrito en sus últimos días y con una melancolía desgarradora que logra hacer jirones el alma de cualquier hijo de vecino.
Espero que este sencillo artículo sirva para rendir un pequeño homenaje a ese hombre atormentado, lleno de miedos y visiones provocadas por el alcohol, las drogas y la melancolía, que supo hacer disfrutar con sus escritos a miles de lectores que nunca dejarán de estarle agradecido. Quizá sea su tío, tras su muerte, el que mejor resuma su vida:
Había conocido tanto dolor, y tenía tan pocos motivos para sentirse satisfecho con la vida que este cambio apenas puede considerarse una desgracia.
Vincent Price, quién mejor, recitando El Cuervo
Annabel Lee, adaptación del poema por Radio Futura
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