25 aniversario España - Malta

Eran otros tiempos. Una lejana época en la que a los futbolistas aún se les veía como simples mortales, impregnados, eso sí, por el brillante barniz de la popularidad, cuya transparencia no impedía sin embargo distinguir al hombre que se encontraba debajo. Años en la que la furia española de vez en cuando rugía por los campos de Europa, sin necesidad de tirar del Duque de Alba ni de los viejos Tercios, sino que los nuestros, a puro huevo, lograban algún que otro sonado triunfo, como la mítica victoria contra Malta en el Benito Villamarín, que el día 21 de diciembre hará sus bodas de plata, trascendiendo a la historia patria futbolística como una de las mayores gestas de nuestra fiel infantería.

Los héroes

La misión era poco menos que imposible. Once goles, uno detrás de otro, nos hacían falta para poder clasificarnos en la Eurocopa de Francia que se celebraba en 1984. Miguel Muñoz no tenía que darle muchas vueltas a la estrategia que debía usar, patapum palante y maltés el último. El rival, un equipo mediocre y carente del poderío que tuvieron algunos de sus antepasados, como los Caballeros Hospitalarios, y sobre todo su el fundador de su capital, el gran maestre Jean de la Vallette, pensaban que los nuestros les darían un pequeño repaso, en plan patio de colegio, 8º B contra 6º A, pero no que les colgarían la medalla por ser uno de los mayores paquetes que jamás vieron los siglos.

Desde luego, nadie en España pensaba en el éxito de la misión. La peña se reunía ante el televisor mientras se zampaba fuentes y fuentes de patatas fritas y triskis, tirando de mirinda, y con la firme convicción de que los malteses nos darían la puntilla en la clasificación a la Eurocopa.

Desde luego, lo conseguido en la primera parte no daba para imaginar lo que vendría después. Nada más empezar, Señor pasó el peculiar calvario del mártir antes de ser reconocido como santo, pues falló un penalti a los dos minutos de partido. Luego Víctor falla un gol, solo ante el portero Bonello, que da en el poste. Para rematar el cuadro, a uno de los malteses le da por chutar, a ver que pasa, y el tiro rebota en Maceda y Buyo se chupa la piruleta. Coño con la efectividad maltesa, menos mal que no tiraron más. Pero llegó el otro santificado de aquella legendaria noche, Santillana, y le cascó tres roscos a los envalentonados malteses para devolverles a la realidad de con quién se la jugaban.

Tras el descanso, comenzó la gesta. Yo no sé si Miguel Muñoz le retorció los mondongos uno a uno a los jugadores, o ellos solitos entraron en un trance colectivo al unísono grito de ¡Santiago y Cierra España!, pero el caso es que salieron en tropel al campo, con ganas de lograr una página en nuestra historia, y la lograron gracias sin duda al empuje del desesperado, en creer en sí mismos, y como remate, a la ilusión de millones de españoles que por una vez funcionamos como uno solo ante la adversidad.

Al poco de empezar, Rincón inauguró la churrería. Dos golitos, que junto con los otros dos que metió Maceda en apenas tres minutos, en el 61 y el 63 concretamente, quizá presionado por la metedura de pata inicial, y otro más que volvió a meter Rincón, toda España comenzó a soñar con que el reto era posible. El corazón del país latía a un ritmo más endiablado que una batidora barata, y el alma se nos salía del cuerpo para empujar a aquella enloquecida pelota que parecía no salir nunca del campo maltés.

Los últimos minutos fueron de locos. Los jugadores, impulsados quizá por el invisible pero potente aliento de la afición, cayeron en tromba sobre la portería rival, a la que obsequiaron con cuatro nuevos goles, uno de Santillana, otro de Rincón –que estaba en racha-, otro del talismán Sarabia, y para rematar la gesta, el último de Juan Señor, al que los dioses obsequiaron con el sello definitivo para compensar así su comentado fracaso inicial.

La misión terminó con éxito. España enloqueció, creyéndonos por una vez que éramos capaces, tan capaces como los demás, y aún hoy en día, aquellos que vivimos tan épico momento, contamos a los más jóvenes aquella vieja hazaña mientras nuestros ojos se empañan de recuerdos de una fecha en la que quisimos llegar al cielo y pudimos tocarlo con la punta de los dedos durante unos segundos, pero lo tocamos.