El viernes 24 de octubre se han entregado los Premios Príncipe de Asturias de este año. Y quizás sea el momento adecuado para hacer un balance, e interrogarse si estos premios sirven para algo.ras ese bane, y, teniendo en cuenta la crisis económica, quizás sea éste el momento de desembarazarnos de ellos, y emplear el dinero que nos cuestan en algo más útil.
Los Premios Príncipe de Asturias son un ejemplo clásico de reconocimiento institucional otorgado por el Poder, con criterios de notoriedad y fama, o de interés institucional. No se trata sólo de los de este año, sino de una trayectoria general seguida con paso firme desde hace muchas ediciones, quizás desde el comienzo. Se dan a quien hay que dárselos, lo de menos es que lo merezcan o no.
Teóricamente, no se trata de unos premios estatales o gubernamentales, ya que la Fundación que los otorga se considera totalmente privada. En realidad, apenas queda duda de su carácter oficial, no sólo en el sentido institucional (véase quiénes ocupan su presidencia y vicepresidencia de honor), sino, de manera más evidente, en las empresas y entidades que constituyen su Patronato, que representan una radiografía perfecta del Poder, político, económico y mediático.
No es extraño, por tanto, que los premiados representen las inclinaciones de lo que el convencionalismo más estricto estima que debe ser premiado, aquello que nunca supondrá un peligro para las instituciones y las empresas, aunque en ocasiones no haya faltado algún guiño a presuntos rebeldes que el poder mediático ha encumbrado.
Los premios pueden diferenciarse en dos clases: los de disciplinas culturales, y los de relumbrón político. Incluso en los primeros, los premios de las Artes, la Investigación Científica, el Deporte o la Literatura, en los que la polémica no suele ser tan grande, no ha faltado quién ha expresado sus dudas.
Mi argumento en este caso no se refiere a los posibles fallos en la concesión, ya que cualquier premio en estas materias, por su propia naturaleza, siempre dejará fuera a personas que se lo merezcan. Mi planteamiento es: ¿por qué hacen falta? Los premiados son personas ya reconocidas por la sociedad, y no es necesario que el Poder ratifique lo que ha sido reconocido. Es más, cuando el Príncipe de Asturias entrega un premio en estas áreas, siempre da la impresión de que se ha encumbrado a una estatua, no a una persona que aún tiene mucho que conseguir.
Luego están los premios de Cooperación Internacional, Comunicación y Humanidades, y Concordia. En este caso lo que ocurre es que el Poder se autogalardona. Cualquiera que otorga el premio podría ser premiado, y quizás está esperando que le reconozcan alguna vez. Aquí el favoritismo y la arbitrariedad son escandalosos. Por qué J.K. Rowling, por qué Ingrid Bethancourt, por qué las Hermanas de la Caridad (las guardianas de las cárceles franquistas), por qué Gore Arafat, Rabin, Soares o Kohl, por qué Google (una empresa privada, que gana mucho dinero con aquéllo por lo que ha sido reconocido). Nadie lo debatirá, porque también los medios han recibido su premio (la Agencia Efe, El País, Luis María Anson), para que están callados y conformes.
Y es que los medios de comunicación son los destinatarios del premio: todo se hace para que ellos los den a conocer y los transmitan. Se trata de legitimar los valores que el Poder ha decidido que se encarnen. La ceremonia de entrega de los Premios está considerada como uno de los actos culturales más importantes de la agenda internacional, dice la Fundación. Pero hasta los más cercanos reconocen que no es así, que estos premios no tienen ningún interés ni reconocimiento internacional, salvo que se lo otorguen a alguien del país, y durante muy poco tiempo. Ni siquiera como propaganda extranjera de Oviedo sirve, aunque para ello haya que premiar a Woody Allen.
Sin contar con el criterio de selección habitual, de la que no se escapa ni el Nobel: mucha atención a los premios políticos y literarios, ninguna a los de ciencias.
El premio nos cuesta mucho dinero. No en sí el que reciben los galardonados, sino todo lo que está alrededor: jurados, ceremonias, cobertura mediática, propagandas, folletos, cócteles, y todo lo que rodea a la parafernalia del Poder. Y que no nos digan que lo sufragan empresas o instituciones independientes. No es así: lo pagamos todos, porque así es como funcionan las cosas cuando el Poder lo organiza; ya se encargarán las empresas de recuperarlo mediante favores. Pero lo peor es que define la notoriedad y el mérito, crea modelos, encumbra institucionalmente a quien el Poder determina. No es que no haga falta: es perjudicial.
El Premio se creó para consolidar la figura del Príncipe de Asturias, en un momento de re-creación de la Monarquía y su parafernalia, para dar un altavoz al heredero, y prepararle para las pompas futuras. Esto, para bien o para mal, ya lo han conseguido. ¿No es el momento ya de eliminar un Premio inútil?
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