Que Nadal se quedara en las semifinales contra un desconocido tenista francés apodado pollito y que nos perdiéramos una final de infarto que le enfrentara de nuevo con el número dos (aunque una con Murray tampoco hubiera decepcionado) nos sentó mal a todos. Pero cuando por primera vez en tu vida te aficionas a un deporte como para que te haga ilusión verlo en vivo y consigues, casualidades de la vida, entradas para una final, el partido de semis te parece más bien el resultado de un gafe propio que tiene a Rafa Nadal y a toda la afición tenística española como daños colaterales.
Durante el partido se sortea un asiento en palco para que una persona de la plebe se sienta reina por un set
Pasado el susto del sábado y llegada la resignación del domingo uno se autoconvence de que si hubiera ido a ver una final con Nadal de coprotagonista y la tensión hubiera sido la mitad que la que vivió ayer desde el sofá le podría haber dado un ataque cardiaco dentro del Madrid Arena, y de que la Casa de campo no es un lugar en el que le gustaría morir. Así que, la ilusión recuperada, coge su bocata de jamón y sus entradas y se dirige al metro para asistir a uno de los más nuevos espectáculos de masas: el tenis.
Toda la vida viéndolo por la tele. Uno llegó a pensar que eso era un deporte más profesional, alejado del show que supone el fútbol por estos lares o el baloncesto y el jockey sobre hielo al otro lado del Atlántico. No me interpreten mal. Los tenistas no se pegan raquetazos mientras el juez de línea intenta separarlos. En este caso el espectáculo del tenis reside totalmente en el público y es en extremo parecido al juego de las sillas. Sí, aquel al que jugábamos en el colegio. Ese en el que te ponen música y empiezas a dar vueltas a un grupo de sillas hasta que el silencio te hace salir corriendo hacia la más cercana con el culo en pompa para ponerlo en su sitio antes que nadie. La diferencia es que en el tenis nadie se queda sin asiento y los que se llevan un palmo de narices son los jugadores. Es cierto que todos apreciamos a Rafa Nadal como si fuera de la familia y que le animamos por encima de todo incluso en partidos en los que ni siquiera está presente. Pero de ahí a perder el respeto al resto de los jugadores va un largo trecho. O debería.
En la final del Masters Series Simon y Murray empezaron a jugar el primer set ante un Arena vacío. En las gradas filas enteras sin público, y en la zona de palcos ni una sola cabeza moviéndose al ritmo cadencial de la bola. Y es que cuando te invitan a comer en el stand de una marca pija qué más da que el juego empiece a las cuatro, tú llegas cuando quieres que para eso estás en un palco (sobre todo si en el medio partido que te vas a perder no está Rafa Nadal). Llega el segundo descanso y la música empieza a sonar. Las puertas a las gradas se abren y empieza a entrar un tropel de gente; más de la que puede acomodarse en los breves minutos en los que los jugadores recuperan sus fuerzas. La organización les pide que ocupen sus asientos para que esos dos señores puedan disputarse su cheque de muchísimos euros sin interrupciones. Pero al público le da igual.
Los que han pagado poquito por el asiento se dan más prisa en buscarlo pero los que se sientan en la zona roja (porque si hay un sitio donde las clases sociales se distingan hasta con colores ese es el Madrid Arena) tienen muy claro que esos bufones de ropa deportiva están aquí para entretenerles y que el cliente siempre lleva la razón. Y los mejores tenistas del mundo tienen que esperar pacientemente a que la señora rubia del jersey en los hombros quiera posar su trasero en el palco. A todo esto los músicos ya se callaron hace varios minutos. Esos músicos que, se supone, tocan durante los descansos para amenizar el hecho de que no haya nadie en la pista pero que en realidad lo hacen para poner en marcha el juego de las sillas. Porque si las gradas se llenan hasta los topes después del segundo descanso en los demás, cada vez que se oye la orquesta, la gente sale despavorida de sus asientos para comprar cocacolas y volver a ellos de nuevo antes de que se haga el silencio como si de un patio de colegio se tratara.
El partido ya lo vieron ustedes desde casa. Lento y sin demasiada tensión hasta el tie break. Hubo un momento en el alguien gritó vamos, Rafa y todo el mundo (excepto los jugadores) soltó una carcajada; la segunda vez ya no tuvo gracia para nadie. ¿Lo más impresionante? El chavalín escocés de unos siete años que a mi lado vivió todo el partido con el corazón en un puño, aplaudiendo cada punto de su favorito y sin abrir la boca ni moverse de su asiento en hora y media, para él, de tensión, fue lo más digno de admirar.
Pero para impresión la que da ver al fotógrafo que se sube a lo más alto del estadio con un arnés y una cámara para hacer un par de fotos a vista de pájaro. Y es que, con todos mis respetos hacia los finalistas, a un partido sin Rafa, en España, no se le saca partido.
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