La soledad del Congreso

Se supone que representan a los ciudadanos, portando la antorcha de la voluntad popular para colocarla en el pebetero de la democracia, compuesto en este caso de madera, cuero y artilugios de última tecnología, y cuya llama es alimentada continuamente por los dimes y diretes en los que se enzarzan sus señorías para intentar sacar esto adelante. Eso cuando sus señorías van, claro.

Casi se cuelga el cartel de No hay billetes

Contaba Luis Carandell, en su entretenido libro Las Anécdotas del Parlamento, que durante las Cortes de Cádiz a los parlamentarios que no intervenían nunca en el debate, siempre atrás y descojonados, se les denominaba culiparlantes. Incluso hubo uno que se tiró años y años sin intervenir, y la única vez que lo hizo fue para decir ¡Esa puerta!, ya que parece ser que se levantó un incómodo fresquíviri debido a una puerta mal cerrada, logrando despertar a tan activo caballero de su letargo habitual. Una vez solucionado el entuerto, cerró la boca y otros tantos años sin decir ni pío. Ahí está el tío.

En la actualidad, no es que haya gente que no abra la boca, sino que es que hay mucha peña que no aparece por el Congreso casi nunca. A los hechos me remito, tan sólo hay que ver un telediario y comprobar alucinados como en muchas sesiones apenas está Bono vigilando a una clase medio vacía, en la que quien no está en el bar, tiene gripe o le ha entregado un justificante firmado por sus padres que indica que se tiene que ir de viaje.

Y claro, a uno le jode un poco que estos apóstoles de la democracia, en lugar de predicar a favor de sus votantes, dejándose la piel por defender las ideas de la gente que ha confiado en ellos, continuamente hacen novillos, y tan sólo aparecen por el cole cuando hay algún examen importante, intentando recuperar en un día todo lo que no hicieron antes.

Seguramente cuando salen de sus casas, comentaran a sus mujeres o queridas que tienen un día duro, que ésta semana va a ser un infierno, todo el día en el Congreso liaos… Lo malo es que cuando su amadísima enciende el telediario mientras toma la vichisuá –vichysoisse para los finos-, contempla alucinada como en la ofi de su marido no hay ni el tato, e intenta distinguir la napia de su Antonio entre los quince o veinte asistentes, quedándose algo mosqueada al no encontrarlo en ningún lado.

Posibles causas que pueden esclarecer tal arcano: Antonio no se encontraba bien y se quedó haciendo seda en el hotel; Tenía una reunión importante en la sede de su partido; Pachanga de billar en el bar de la esquina contra uno de la oposición; Está de viaje en Ámsterdam… Aunque por supuesto, como buen político, al volver a casa, el pretendido interrogatorio tipo Gestapo con que le pretendía obsequiar su mujer es neutralizado rápidamente por Antoñín, que sabe latín, griego, y parla el ruso con acento de Barbate.

Esperemos que por lo menos, las veces que hacen acto de presencia en el Congreso y gastan un poco el cuero de su sillón de diputado, sirvan para justificar tanto su sueldo –bueno…-, como la confianza que miles de españoles depositan en ellos.