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La crisis del liberalismo

Archivado en:
economia, politica
Actualizado 15-09-2008 18:10 CET

Hace poco más de un año, en Agosto de 2007, pinchó la gran burbuja del liberalismo que nos invade. Y la mugre que contenía se extendió. Las hipotecas subprime norteamericanas - concedidas alegremente y sin garantías-, se hicieron insostenibles y comenzaron a mostrar la decadencia del modelo. Se inició la crisis que correría como reguero de pólvora por el mundo globalizado. Hoy, todo se tambalea, pero será extremadamente difícil que alguien se atreva a afrontar la raíz del mal. Los hilos que nos manejan están fijados a manos invisibles con engranajes de hierro.

Nuestras vidas y haciendas se dirigen, hoy, desde Consejos de Administración privados, que nadie ha elegido. Allí se estipula cuánto debe costar ese petróleo sin el que no podemos vivir, o los precios de los productos básicos. En un reportaje imprescindible de Vicente Romero para Informe Semanal, Jean Ziegler, relator especial de la ONU, contaba, por ejemplo, que “8 empresas controlan el 80% de los alimentos en el mundo”. Llamaba la atención sobre lo fácil que es para ellas lograr un acuerdo en torno a los precios. Los biocombustibles, pensados como solución, se han convertido en el problema, al elevar su costo y convertirse en inaccesibles a millones de personas sin recursos.

Entretanto China avanza implacable, sin derechos humanos ni laborales, libre de la hegemonía occidental y con 1.300.000.000 apetecibles consumidores. Esos chinos cuyos muertos en inundaciones no nos interesan, o los 1.100.000 millones de la India, que aumentan a razón de 19 millones por año, de quienes tampoco nos importan sus vicisitudes, están llamados a ostentar la hegemonía de un mundo desconcertado. EEUU sacó a China de la lista de países en donde no se respetan los derechos humanos. A Occidente le interesa mucho China, pronto India.

  EEUU ya ve cómo pierde el liderazgo. Algunos países emergentes están apostando por el euro. Irán avanza que sería preferible sustituir al débil dólar en la fijación del precio del crudo, por una cesta de monedas, para estabilizar el mercado. Quizás firma su sentencia de muerte.

La ensayista canadiense Naomí Klein arrasa en ventas en EEUU, con su teoría sobre la “economía del desastre”. Nos habla de grandes emporios, dirigidos por economistas neoliberales, que obtienen mayores beneficios en las crisis. Y que, por tanto, las buscan. El inspirador del movimiento, el economista Milton Friedman, llegó a decir “sólo una crisis real o supuesta, puede producir un auténtico cambio”.

El liberalismo apuesta por reducir el poder del Estado. La economía y sus crisis se resuelven con la competencia. Pero cuando el daño aprieta acuden a papá a pedir fondos, como acaba de suceder con los grandes bancos de inversiones norteamericanos. Incluso en España, con la mitad de la ciudadanía hipotecada por el atropello inmobiliario, por el ladrillazo que a enriquecido a tantos, el Gobierno decide dar fondos a las empresas para que subsistan. Aplazando la agonía particular de nuestro sistema económico, en lugar de resolverla. Repartamos las pérdidas, nunca los beneficios.

   El liberalismo conduce, en la práctica, al monopolio. En la cumbre de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación) de Junio de 2008, no fueron invitadas las empresas que especulaban con los alimentos, ni se las mentó. Los gobiernos miraron para otro lado. La del G8 en Hokkaido (Japón), poco después, concluyó que no sabía que hacer con la crisis, entre plato y plato de los 19 que engulleron.

El bengalí Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, dice, a la vista del momento en el que vivimos: "el Estado, no el mercado, debe ser el responsable del bienestar de los ciudadanos, sobre todo de los países en vías de desarrollo". Es obvio, “el mercado” no se ocupa del “bienestar de los ciudadanos”, se ocupa del suyo propio.

Las pobres recetas neoliberales de nuestros políticos locales, Esperanza Aguirre, o Mariano Rajoy, o Cristóbal Motoro, no atajarán el problema que se cuece a nivel planetario. Y, mientras los gobiernos se inhiben, unos pocos forran sus bolsillos. Con dólares. O con euros. También la ciudadanía se encoje de hombros, con el corazón un poco más acongojado.

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