Rápido pasan los días cuando la dicha es buena y el alma vuela durante un tiempo por unos derroteros diferentes a los habituales, donde el constante tableteo de las teclas del ordenata es sustituido por el golpe seco de las botas al hoyar con fuerza las tierras del norte de España, siguiendo el mítico Camino de Santiago.
Vamos que nos vamos
Contaban los partes veraniegos de este añito tan salao, carentes de noticias estúpidas y de relleno of course, que, como la peña esta tiesa, tras romper la hucha del cerdito -antaño ibérico y ahora anoréxico y hasta con décimas de fiebre actosa- no le quedaba ni un duro, por lo que en muchos casos las chanclas playeras han tornado en zapatillas de treaking y el apartamento patera en suelo de polideportivo de los de a tres euros la noche, y todos rumbo a Santiago.
Un camino que muchos hacen tomándoselo como una prueba deportiva, en plan que guay soy y mira los kilómetros que me hago al día. Muchos de estos monstruos terminan al poco de empezar, tras hacerse cincuenta kilómetros de media, al petarle la máquina después de cuatro jornadas apretándole al máximo, con las suelas de las zapatillas casi gastadas por las que asoman unos enrojecidos dedichis y sus piernas de maratoniano barato directamente para llevar al desguace.
Otros hacen el camino en plan a ver si pillo alguna jaca valiente, y se pasan etapa tras etapa dando calor a las pobres féminas a las que se acoplan por ejemplo en la subida de El Cebrero y no sueltan hasta pasado Mélide, gracias a que las ya resabiadas peregrinas no han tenido más remedio que forzar un ritmo de marcha por encima de sus posibilidades y llegan a Santiago con la lengua fuera y pidiendo la hora, mirando constantemente hacia atrás por si aparece la pandilla esa de gañanes que les ha dado el camino.
Luego está el típico matrimonio que le ha dado por hacerlo este verano, para variar un poco de la rutina de la playa, y de paso quitarse de en medio un poco del coñazo de sus sobrinos y sobre todo de Conchi, la cuñada más terrorífica que jamás vieron los siglos. En cambio, mientras el marido disfruta como un niño metiéndose entre pecho y espalda morcilla de Burgos, cecina del Bierzo, caldo gallego, carnes varias y jartándose del vino típico de la zona en la que paran, amén de pasárselo pipa por la noche en los albergues, recordando su época de la mili mientras duerme a pierna suelta en la tercera planta de una litera, su esposa, algo más picajosilla, maldice en arameo su idea de hacer el camino mientras se retuerce de dolor en el catre pues sus pinreles están machacados tras la infernal etapa y las ampollas, como si de una sirena se trataran, se encienden y se apagan constantemente, convirtiendo al pie en una especie de gusiluz peregrino. Para rematar el cuadro, la orquesta que suena después de las once no es precisamente la de Luis Cobos. Los ronquidos son para todos los gustos. Por allí truena un gordo que ronca como un oso viejo, por allá un tipejo con sinusitis que está entre que respira y se ahoga y da mucho yuyu, y por acuyá, una guiri que ronca casi sin fuerza, como un pitido, tipo olla express, que hace que nuestra infeliz y dolorida esposa dude entre pegarle una mojá en el gañote con su navajilla multiusos o bien ponerle el peso a la olla para ver si se hace bien el caldo.
También tenemos a los guiris. Unos tipos que nunca se salen de las formas, siempre educados, correctos, muy limpios. Son los que más deben sufrir en el camino pues no entienden como los españoles pueden comer en un albergue y dejar los platos sin fregar hasta el día siguiente, hablar a gritos, estar todo el día ciegos de vino y comer a lo bestia, cantar en la ducha, meterle a todas las guiris despistadas, y encima, creo que lo peor para ellos, liar la traca cada vez que en un albergue dicen que cierra a las diez o, como muy tarde, a las once de la noche. Y es que dan las diez y ya están todos con el gorro de dormir y el camisón tumbados sobre el saco, sin moverse un milímetro, tipo Drácula antes de echar su peonada. En cambio, prácticamente toda la tropa ibérica, salvo las bajas de la etapa del día, comienzan a amotinarse para que les dejen un par de horas por lo menos para pegarle un rato al vaso en las tabernas de la zona.
En fin, todavía hay muchos más grupos que podríamos establecer sobre los peregrinos del camino, ni están todos los que son pero si son todos los que están. Aunque algo si diría a favor del camino, y yo soy peregrino con cuatro caminos a la espalda, y es que algo tendrá porque la gente repite a pesar de levantarse todos los días sobre las seis y media, andar veinte-veinticinco kilómetros diarios, dormir en literas de albergues o polideportivos, y encima hacerlo en vacaciones.
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