Por una vez y sin que sirva de precedente, el Wyoming ha puesto el dedo en la llaga desde su programa de La Secta. El cuerpo de la realidad social española, mortalmente herido a ladrillazos, sangra a borbotones sin que sea fácil encontrar la cura.
Un vistazo despreocupado a la historia de España puede dar la sensación de que se está observando una sociedad madura. Nada más lejos de la realidad. La vieja sociedad del poder absoluto, de la inquisición, de la purificación en la hoguera o del auto sacramental disciplinario murió durante el frío invierno de mil novecientos setenta y cinco.
Supongamos que la nueva España democrática nació bajo los principios revolucionarios: "Libertad, Igualdad, Fraternidad". Tampoco es para tanto. La libertad que primero se asomó a nuestra ventana fue la de mostrar pectorales en los estrenos del celuloide. Decisiva conquista para el españolito acomplejado y obseso. En cuanto a la igualdad, se nos hizo creer que acabaría la diferencia entre poderosos y desheredados. Igualmente incierto. Y de fraternidad no hemos hablado todavía. Nos negamos hasta el agua llevados de la mano por nuestros valiosos políticos, expertos pescadores de río revuelto.
Las verdaderas libertades previstas en nuestra Constitución siguen siendo entelequias escritas en papel mojado. La educación, la vivienda, la sanidad y la vejez son especies protegidas en la Carta Magna pero no en la realidad social española.
La igualdad que no se practicó jamás a lo largo de la historia -nobles sobre plebeyos, ricos sobre pobres, poderosos sobre súbditos- tampoco tiene cabida hoy en un teórico ambiente de democracia. El que roba una gallina recibe sobre sus hombros todo el peso de la ley. Para el que deja hueca una entidad financiera o se olvida un poquito de devolver un préstamo millonario que pidió para financiar su partido político, tierra sobre el asunto y a seguir pillando. Los entresijos de la legislación están para eso.
Ahora tenemos la ocasión para practicar la fraternidad. Las grandes empresas son ejemplo claro de ello. Cuando ganan dinero a espuertas, beneficios al bolsillo y renovación de yates. Cuando lo pierden, a llorar a Papá Estado para que ayude a enjugar las pérdidas, so pena de destrucción de empleo, quiebra de clubes náuticos y otras grandes catástrofes.
Sigamos pagando los recibos de la energía aunque suban a lo bestia cada año. Persistamos en el empeño de pagar la banda ancha más cara del mundo civilizado para mayor gloria de la cemeté. Soportemos con alegría los precios de los pisos, pagando los hipotecarios más irracionales de la historia. Y si nada de esto es suficiente, apadrinemos un rico. Negocio que quiebra, Estado que paga.
Y como la fraternidad bien entendida empieza por uno mismo, recibamos con alegría las subidas brutales de impuestos estatales, autonómicos y municipales. Nuestros dirigentes políticos hacen estupendamente su papel de repartidores de la riqueza. Se lo quitan a los pobres para dárselo a los ricos. Empezando por ellos mismos.
Los ciudadanos hemos pagado varias veces las cuentas pendientes del sector del automóvil, que, por supuesto, no nos devuelve el dinero cuando vienen las vacas gordas y vende como un campeón. Ahora el sector del ladrillo también quiere succionar el contenido de ese delicioso pezón colectivo. Y detrás, para colmo de los colmos, va el sector financiero. Esto es igualdad. Esperemos que Solbes se mantenga firme, porque a los de a pie ya no se nos puede exprimir más.
Mientras tanto, los verdaderos motores de la actividad económica siguen en el olvido más absoluto. Los que crean la riqueza que de verdad desarrolla nuestra sociedad no son los grandes. Muy al contrario, son las pymes y los autónomos que se autoemplean quienes, de verdad, generan la actividad que nos saca del subdesarrollo. Y éstos siguen siendo profundamente ignorados, cuando no golpeados en la línea de flotación, por un estamento público que sigue atado a los usos y costumbres de los tiempos de Fernando VII.
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