Soberbia, desmesura, huída de la realidad. Son los males que invaden a los políticos en el ejercicio del poder. David Owen, antiguo ministro de exteriores británico y neurólogo en su vida cotidiana, ha invertido seis años en estudiar el cerebro de los líderes de la clase dirigente. Los resultados figuran en un libro titulado En la enfermedad y en el poder. Hay una razón para el desvarío de quienes tienen cotas de dominio: el síndrome Hubris, no admitido por la medicina pero con una larga historia en nuestra civilización.
Bush, Blair y Aznar, se reúnen en las Azores, con el portugués Barroso como convidado aquiescente de piedra, y deciden invadir un país: Irak. Están poseídos por Hubris. Les acomete una exagerada confianza en sí mismos, ya no escuchan a sus asesores ni a sus ciudadanos, se creen en posesión absoluta de la verdad, con capacidad para hacer y deshacer según su voluntad, no reconocen sus errores. Para Owen el poder intoxica al punto de afectar la mente. Todo se ha gestado con técnicas de manual. En otras profesiones y áreas de notoriedad, se suele llegar a la cima por méritos. También se ven afectados por Hubris ahí tendríamos a estrellas de la música y el cine pidiendo agua del Nilo para desayunar-. Pero los gobernantes con mayor motivo porque no se han impuesto solamente por su valía personal, sino por una lucha de intereses, más palpable que en otros campos. No está asegurado que sean los mejores de su partido, sólo se presupone.Salen de sus hogares anónimos, de sus cátedras o del tajo en una fábrica, y en un principio se sienten incrédulos de su propia capacidad. Una nube de aduladores se apresura a convencerles de sus excelencias. La mayoría espera sacar provecho.
El líder ya está seguro, llega la megalomanía, acometer obras faraónicas desde desatar una guerra a taladrar media ciudad-. La M30 de Gallardón en Madrid, como ejemplo palpable de lo segundo. Los hay a cientos. Se construyen edificios emblemáticos que lleven su nombre y su sello para la posteridad. Los rascacielos de Manhattan inmortalizan poderes económicos. España proyecta obras de poderes audiovisuales efímeros. Ya no son iguales a los demás mortales, son superiores.
Es entonces cuando se desata el miedo a perder lo obtenido. Todos son enemigos a evitar, incluso en los consejos. Nerones, calígulas, claudios que se encierran en su castillo. El síndrome de la Moncloa, de Génova, de la última planta de cualquier empresa. Por eso José Luís Rodríguez Zapatero dijo la noche de su primera victoria electoral: el poder no me va a cambiar.
Los expertos aseguran que se da más en los varones y en personas de corta capacidad intelectual. El varapalo de las urnas, el cese, la pérdida del mando o la popularidad en definitiva, sume al afectado por el Hubris en la desolación, disimulada con rabia y rencor en algunos casos. El expresidente Aznar, abrupto correcaminos del odio, es una clara muestra.
Hubris -hibris para el español- nació, como casi todo, en Grecia. Esa vanidad desmesurada que competía con los dioses- acarreaba un castigo que proporcionaba Némesis, la diosa de la justicia retributiva. Sin piedad, volvía al descarriado a los límites de su realidad. No se andaban con bromas. Sus afectados podían llegar a ver cómo un águila se comía a diario su hígado regenerado, inmisericordemente, por su condición de inmortal-. Es el caso de Prometeo, benefactor de la Humanidad, pero que se extralimitó de sus funciones, invadiendo el terreno de las deidades; entes, que como ya se sabe, no se caracterizan por tolerar críticas o sublevaciones. Hubris en sí mismos, son los únicos con derecho a hacer lo que les plazca. No así los titanes, ni, mucho menos, los mortales. El cristianismo, en la misma línea, habla de pecado y opone castigo a la soberbia
Pero hoy, la sociedad hueca y hedonista ha suprimido la Némesis. El castigo de las urnas a lo sumo, el cese, la pérdida del favor del público en los famosos, como mucho
y como poco. Ningún águila justiciera pide cuentas. En nuestros días, reina la impunidad.
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