Úsase frecuentemente para designar esa sensación de placer que produce el hecho de estar lejísimos de la realidad cotidiana durante un tiempo.
No todo el mundo lo logra, yo mismo me pasé un verano programando en ensamblador, desenredando la tupida madeja tejida por un artista del bit al que debieron cortar las manos allá por los años setenta. La obsesión por entender aquel inescrutable jeroglífico ocupó casi la totalidad de un largo y tórrido verano alcarreño. Descubrí, a modo de prueba de concepto, las bondades del teletrabajo antes de que el mundo soñara con él. Porque ya puede ser árido el código, que siempre se sobrelleva mejor si se acompaña de un vermú al borde de la piscina.
Entonces no se estilaban los teléfonos móviles [ni los fijos fuera de los núcleos urbanos] ni el correo electrónico, ni la navegación por la red, ni la mensajería instantánea, ni los entornos de ventanas, ni el aire acondicionado. Los coches de gasoil eran de gasoil de verdad, ni turbo ni gaitas. Sonaban a traca traca, y movían mil quinientos kilos de hierro fundido con cincuenta caballos escasos. Desplazarse en automóvil por la provincia de Madrid requería paciencia y un Land Rover. Caminos de cabras ocupaban el lugar que hoy se colmata de atascos que empiezan por M. La eme treinta, la eme cuarenta y la eme cincuenta eran estrechas veredas cuya última capa de asfalto fue primorosamente extendida en los tiempos en que mataron al General Prim en la calle del Turco. O bien formaban parte del campo campestre, ignorando al lejano gigante de hierro, asfalto y hormigón que se las comería unos años después.
Viajar a Córdoba llevaba el día entero, algún que otro susto en Despeñaperros si un camión perdía la carga, y las paradas para desayunar, comer y merendar [y de paso poner agua en el radiador del heroico seiscientos] en solitarios parajes de La Mancha o Andalucía. Las breves temporadas en la Playa de San Juan o en los lejanos pinares de mi añorado Ayamonte requerían paciencia en cantidad semejante. Bote y merienda,se decía entonces. El merecido premio al final del camino: húmedos calores, cariñosas moscas, arena y sal, enormes mosquitos de esos que te miran fijamente a los ojos, y aventuras que no puedo contar por estar hoy felizmente casadas muchas de sus protagonistas. Lujos fuera del alcance durante el resto del año.
Una sucesión de duros impactos contra el pavimento de la realidad me devuelve al siglo presente. Se me ha olvidado el abono de transportes. No me acuerdo del PIN del teléfono móvil. No llevo un solo euro en el bolsillo para pagar el café. Tampoco recuerdo el PIN de la mastercard en el cajero. Llego a la oficina y el ordenador no arranca. Cuando logro que funcione, no me acuerdo de la contraseña. Me la cambian, y tampoco recuerdo la del correo, dos clics más allá.Tampoco navega. Desisto por el momento.
Como puede verse, he desconectado. Del verbo desconectar.